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Enero-Febrero 2012
Hélix
El lector científico JUAN NEPOTE
Algoritmos, autómatas y otros juegos y juguetes
El lector científico

>>Alan Mathison Turing, matemático, filósofo y pionero de la computación actual.

En el siglo XVIII, en la región alpina de Neuchâtel –la capital de la relojería–, paraje suizo donde la artesanía se combinaba con la ciencia de manera ejemplar, vivieron geniales fabricantes de autómatas, como Pierre Jaquet-Droz, autor (junto con su hijo y otros colaboradores) de increíbles maquinarias que han sobrevivido hasta nuestros días.

El escribiente, por ejemplo, es capaz de mover la pluma de ganso que sostiene su mano hasta mojarla dentro de un tintero, y luego trazar las letras del alfabeto sobre un pedazo de papel. El historiador y filósofo holandés John Huizinga sugirió que el juego ha tenido un papel destacadísimo en el origen de la cultura, y estaba convencido de que jugar es una actividad irrenunciable y básica para la humanidad, tan importante como el pensamiento analítico o la fabricación de herramientas. Porque inventar y acatar las reglas de un juego, crear un nuevo lenguaje, nombrar parte del juego, experimentar con tácticas y estrategias, divertirse, ganar o perder, nos permite afinar los procesos de enseñanza y aprendizaje. Luego, el escritor francés Gustave Flaubert diría que “los juguetes siempre deberían ser científicos”, como anticipando nuestros días, cuando hay en marcha una serie infinita de investigaciones que relacionan los aspectos cognitivos del juego con áreas como la creación de autómatas, el desarrollo de algoritmos, la generación de bases de datos, las posibilidades de la inteligencia artificial y la esplendorosa creatividad.

MADRE Y PADRE DEL "CEREBRO MECÁNICO"

Hacia 1641, el matemático francés Blaise Pascal consiguió fabricar una especie de rudimentaria calculadora, capaz de realizar operaciones básicas de sumar y restar cantidades de hasta ocho cifras, mediante sistemas de engranajes, ruedas dentadas, ejes y otros portentos mecánicos; pocos años después, el filósofo alemán Gottfried Leibniz pudo fabricar su propia calculadora, superior a la de Pascal, pero ninguno de sus contemporáneos se interesó por su invención. Así que
Leibniz se ocupó de otros asuntos, aunque vislumbraba un futuro en el que las máquinas de computar desempeñarían un papel crucial en la vida cotidiana.

Pero fue el millonario inglés Charles Babbage, dotado de un poderoso talento para las matemáticas, quien perfeccionó el diseño de la máquinaria más eficiente para llevar a cabo proezas de cálculo, y llamó Máquina diferencial nº 1 a su invención, aunque nunca pudo terminar de fabricarla. Pero fue aún más lejos: creó la Máquina diferencial nº 2, el primer autómata dotado de cierta capacidad analítica.

Tan sorprendente como compleja, Babbage tampoco logró finalizar su construcción. Pero el sagaz inglés no había trabajado en solitario, durante su época más prolífica colaboró con Ada Lovelace, mujer de insólita pericia matemática. Hija del poeta inglés Lord Byron (el mismo que había sentenciado: “la ciencia no es otra cosa que el intercambio de un tipo de ignorancia por otra de diferente clase”) e intrusa en un universo dominado por los hombres, Lovelace hizo descubrimientos originales en el campo de las matemáticas, y seguramente hubiera alcanzado mayores resultados de no haber muerto a los 37 años de edad. Pero antes –y a pesar de su manifiesto entusiasmo por la automatización de las máquinas– Ada Lovelace alcanzó a dejar constancia sobre su convicción de que ninguna máquina sería capaz de elaborar un “pensamiento original” y, de paso, condenaba las hipotéticas computadoras a “simplemente realizar las tareas que se les encomienda”. Dos siglos y medio después, un peculiar apasionado de las matemáticas habría de proponer otras ideas: “cuando programamos una computadora, apenas tenemos una leve noción de qué le hemos pedido que haga”, se mofaba con cierto orgullo Alan Turing.

UN SILENCIOSO HOMBRE INGLÉS

Al matemático, geógrafo y astrónomo musulmán al-Jwārizmī (780-850) debemos palabras como álgebra o algoritmo, es decir, el procedimiento sistemático para la resolución de un problema. De algoritmos y problemas estuvo plagada la existencia de Alan Turing, inasible investigador británico que facilitó el desembarco de los modernos autómatas, los más científicos de los juguetes: las impensables computadoras que ahora pueblan nuestros días. Tan inteligente como enmarañado –formado en el King’s College de Cambridge y en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en Estados Unidos–, Turing desarrolló un algoritmo para verificar si una oración matemática podía ser demostrada o no. Por ese trabajo se reconoce su autoría sobre el prototipo teórico de las computadoras como hoy las conocemos. Desaliñado, tartamudo, original, brillante, supo formar parte de equipos de investigación de primer nivel. Rebelde, pero sin salirse nunca del sistema, Turing defendió la tesis de que las máquinas pueden aprender y superar significativamente la inteligencia de su fabricante.

En 1950, Alan Turing sugirió una prueba para determinar si una computadora podía ser calificada de inteligente: dicho de manera simple, consistiría en que la máquina fuera capaz de programarse para mantener una conversación sin que su interlocutor distinguiera que efectivamente se trataba de una máquina. Visionario para encontrar los caminos por los que habría de andar la ciencia en el futuro, de trato esquivo y difícil, engreído y ensimismado, Alan Turing fue oficialmente culpado de “indecencia grave” en 1952. Había ayudado a su nación a ganar la guerra, pero nunca le perdonaron una terrible afrenta: ser homosexual, en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX.

Turing fue obligado a seguir un tratamiento hormonal para “curarse”. Ya no pudo avanzar mucho en los siguientes meses. Finalmente, en 1954, a los cuarenta y dos años de edad, se comió una manzana bañada en cianuro y murió al poco tiempo. Sobre su memoria cayó cierto manto de incómodo olvido, que no pudo cubrir totalmente su obra.

El más célebre de sus ensayos, Computing Machinery and Intelligence comienza desafiando: “¿Pueden las máquinas pensar?”, una pregunta en espera de su respuesta más satisfactoria.

Inquietante y tentador desafío para los años por venir.
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Enero - Febrero 2012
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