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AGOSTO DE 2009
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ALBERTO VÁZQUEZ CASTRO
El hallazgo
El 13 de agosto de 1790, en la Plaza Mayor de la Ciudad de México –hoy conocida como zócalo–, un gran número de trabajadores, por orden del virrey de Nueva España, Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla, segundo Conde de Revillagigedo, construían una serie de atarjeas4 para canalizar el agua de desecho que, con frecuencia, se estancaba en dicha plaza; buscando así mejorar la sanidad de la zona.

El pico de uno de los trabajadores dio con una piedra y, al descubrirla para removerla, se percató de que estaba labrada con unos símbolos desconocidos, por lo que decidió dar parte del suceso al corregidor, Intendente Coronel Bernardo Bonavía y Zapata, responsable de las obras, quien, reconociendo en ella una posible escultura del tiempo de la gentilidad,5 le prohibió maltratarla. De inmediato informó al señor virrey, quien ordenó trasladarla al edificio de la Real y Pontificia Universidad de México (antecedente directo de la actual UNAM) para su estudio y conservación.

El hallazgo resultó ser nada menos que la escultura de la diosa Coatlicue –hoy expuesta en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología–. El momento en que Coatlicue vuelve de las sombras atrajo la mirada de los especialistas en historia de México, dando lugar, dicen algunos, al nacimiento de la ciencia arqueológica en nuestro territorio.

Poco tiempo después, el 17 de diciembre del mismo año, al renovar el empedrado de la misma plaza, apareció otra gran escultura –el Calendario Azteca o Piedra del Sol–, la cual también se conservó, pero en esta ocasión fue enviada a la Catedral de México, y fue colocada en un costado de la misma para ser apreciada por toda la población.

El estudio de estos dos monolitos conformó la mencionada obra de Antonio de León y Gama. Sobre estos descubrimientos, Eduardo Matos, ha dicho: “el hallazgo primero y el posterior estudio y publicación de los monolitos volvió a atraer la atención sobre el México prehispánico, negado desde la instalación de la Colonia en 1521”.II De alguna manera, esto permitió que las obras de origen prehispánico dejaran de ser vistas como simples objetos curiosos, dando paso al reconocimiento de su carácter de fuentes históricas tan valiosas como las escritas.
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