El lector científico:
El absoluto
prestigio
de la relatividad


El lector científico:
El absoluto
prestigio
de la relatividad
      Autores

En la página inicial de un pequeño libro —ligero de peso, modesto en sus dimensiones, pero sustancioso en ideas— publicado por Albert Einstein hacia 1920, bajo el título Sobre la teoría de la relatividad especial y general (Über die spezielle und allgemeine Relativitätstheorie, en el original alemán), incluye una defensa de la claridad y el pragmatismo, característica de su talante

El texto decía: “El autor ha puesto todo su empeño en resaltar con la máxima claridad y sencillez las ideas principales, respetando por lo general el orden y el contexto en que realmente surgieron. En aras de la claridad me pareció inevitable repetirme a menudo, sin reparar lo más mínimo en la elegancia expositiva; me atuve obstinadamente al precepto del genial teórico L. Boltzmann de dejar la elegancia para los sastres y los zapateros”. Parecería, entonces, que alrededor de la obra de Einstein, tan poblada por la lógica y la razón, no habría espacio para el azar y las casualidades, para la tragedia o las hazañas épicas. 
     Y, sin embargo, en el centenario de la publicación de aquello que el propio científico alemán calificaría como “la idea más feliz de mi vida”, se antoja recordar un episodio estrechamente vinculado con su teoría de la relatividad general, que aún causa discordia.

Albert Einstein nació en una pequeña población al sur de Alemania, en 1879. Su padre, Hermann, era un fervoroso amante de la ingeniería, dueño de una pequeña compañía que surtía materiales a la naciente industria eléctrica. Durante su vida escolar básica, Einstein no se destacó del resto de sus compañeros. Con más resignación que entusiasmo fue pasando de grado hasta matricularse en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, en Suiza. De allá salió con un título de físico, que no hizo muy feliz a su padre, y una mujer —Mileva—, que no hizo muy feliz a su madre.
     Desesperado por no tener un empleo fijo, a los 25 años de edad entró a trabajar a la Oficina de Patentes de la ciudad de Berna, siempre en territorio suizo, como examinador técnico tercera clase, lo que no significaba otra cosa que revisar los cientos de proyectos que llegaban a esa oficina con el membrete de “inventos”; su trabajo específico consistía en corroborar que cada uno de esos portentosos artefactos o improbables ocurrencias incluyeran una descripción escrita que fuera comprensible y suficiente. En aquellas condiciones de gris burocracia, Einstein encontró la serenidad para escribir un conjunto de cinco ensayos científicos —cuatro de ellos publicados en el Annalen der Physik, en 1905, y el último, un año después— que habrían de transformar la física para siempre. Y así, de un tajo, se colocó a la vanguardia de la ciencia mundial.

Con el paso de los años, Einstein determinaría la equivalencia entre masa y energía (con la archifamosa ecuación: e=mc2), pronosticaría aspectos tan poco intuitivos como el hecho de que la masa de un objeto en movimiento aumenta conforme crece la rapidez con la que se mueve; señalaría que la luz está constituida por entidades independientes de energía definida —aquellos corpúsculos luminosos que hoy nombramos fotones— y propondría un método para medir las dimensiones de una molécula de agua, con lo que abrió las puertas para la confirmación de la existencia de los átomos, de manera experimental. Y en 1915, cuando Italia se unía a los países Aliados y atacaba a Austria, en plena Guerra Mundial, Einstein experimentó la idea más feliz de su vida, la cual no fue otra que el desarrollo y publicación de su teoría de la relatividad general a partir del principio de equivalencia, que ya había ideado en 1907, y según la cual quedaría universalmente aceptado que todas las leyes de la física son las mismas localmente, en un sistema bajo condiciones de caída libre en un campo gravitatorio. Sin embargo, por la propia naturaleza del aparato teórico propuesto por Einstein hace un siglo, su teoría era difícil de comprobar en la práctica, así que para algunos colegas él parecía sospechosamente rodeado de un aura de asombro e incredulidad. Hasta que un eclipse, en 1919, hizo pensar a todos que Einstein, efectivamente, tenía razón. 

Los conceptos que Albert Einstein había enunciado bajo su teoría general de la relatividad presentaban un problema nada pequeño: la teoría no podía ser comprobada, a menos que las estrellas cercanas al Sol se alinearan de manera muy particular. Para su fortuna, alguien notó que justamente eso habría de acontecer durante un eclipse previsto para el 29 de mayo de 1919. Rápidamente se alistaron dos expediciones: una viajó a Sobdral, en Brasil, y otra hacia la Isla Príncipe, frente a la costa occidental de África Occidental. En esta última, se encontraba Arthur Eddington, filósofo y astrónomo inglés que había llegado a la isla desde un mes antes, en junio, y se encontraba demasiado seguro de confirmar la teoría de Einstein.
     Exactamente, el 29 de mayo, Eddington escribió en su diario: “Dejó de llover a eso del mediodía y cerca de la 1:30 pudimos atisbar el Sol entre las nubes. Por estar ocupado cambiando placas no vi el eclipse más que al principio; cuando eché un vistazo para ver si ya había empezado; y a la mitad, para ver qué tan nublado estaba el cielo. Tomamos 16 fotografías. El Sol se ve bien en todas, mostrando una protuberancia notable; pero las nubes han afectado las imágenes de las estrellas. Las últimas fotografías muestran unas cuantas imágenes que, espero, nos darán lo que necesitamos.”
     Arthur Eddington reportó sus resultados a la Royal Society en noviembre de 1919, cinco meses después de sus observaciones. Al día siguiente apareció un implacable (y doloroso para los británicos) titular en el London Times: “Revolución en la ciencia. Derribadas las ideas de Newton”. En los años inmediatos al eclipse de 1919 —y hasta la fecha actual— una cantidad considerable de científicos ha puesto en duda la veracidad y precisión de las evidencias presentadas por Eddington, pero nunca se ha dudado del absoluto prestigio de la teoría de la relatividad general de Einstein.   

  • De la Peña, Luis, Albert Einstein: navegante solitario. México:  Fondo de Cultura Económica, 1987.
  • Hacyan, Shahen, Relatividad para principiantes. México, Fondo de Cultura Económica, 1989. 
  • Navarro Veguillas, Luis, Einstein, profeta y hereje. Barcelona: Tusquets Editores, 2012.
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