
Desesperado por no tener un empleo fijo, a los 25 años de edad entró a trabajar a la Oficina de Patentes de la ciudad de Berna, siempre en territorio suizo, como examinador técnico tercera clase, lo que no significaba otra cosa que revisar los cientos de proyectos que llegaban a esa oficina con el membrete de “inventos”; su trabajo específico consistía en corroborar que cada uno de esos portentosos artefactos o improbables ocurrencias incluyeran una descripción escrita que fuera comprensible y suficiente. En aquellas condiciones de gris burocracia, Einstein encontró la serenidad para escribir un conjunto de cinco ensayos científicos —cuatro de ellos publicados en el Annalen der Physik, en 1905, y el último, un año después— que habrían de transformar la física para siempre. Y así, de un tajo, se colocó a la vanguardia de la ciencia mundial.