Una píldora mexicana


Una píldora mexicana
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Carl Djerassi, químico austriaco formado en la Universidad de Wisconsin Madison, en Estados Unidos, popular escritor de novelas  —en las cuales la ciencia es la trama central—, murió a principios de 2015.

Lo conocían como el padre de la píldora anticonceptiva. Dueño de una curiosidad difícil de frenar, vivió una temporada en nuestro país, donde se ganó el apodo que lo hizo famoso, luego de involucrarse en uno de los descubrimientos científicos que mayor impacto social han tenido en la historia reciente.

Estamos en el año 1950 y la Ciudad de México despierta de cierto letargo con afanes modernizantes, expansivos; la ciencia nacional se ha formalizado en ins- titutos y facultades, algunos visionarios han establecido empresas orientadas al desarrollo tecnológico. Carl Djerassi, hijo de un par de médicos, nacido en la ciudad de Viena, en 1923, donde asistió a la misma preparatoria que Sigmund Freud, y de la cual tuvo que huir a causa de sus orígenes judíos —como antes le había ocurrido al fundador del psicoanálisis—, era un científico joven, doctorado en química orgánica y especializado en la química de los productos naturales. 
     Dudoso, casi incrédulo, pero entusiasmado, desembarcó en México luego de ser invitado por una pequeña industria farmacéutica llamada Syntex (mezcla nominal de ‘synthesis’ y ‘México’), donde esperaban que se enrolara como su director adjunto de investigación química. Aquel pequeño laboratorio había sido fundado hacia 1944 por un heterodoxo profesor de química de la Universidad de Pennsylvania, de nombre Russell Earl Marker, quien antes ya había pasado largos años investigando un grupo específico de esteroides conocido como sapogeninas, las cuales podían extraerse de ciertos tubérculos que, en México y en países de América Central y desde tiempos inmemorables, se emplearon con múltiples fines, como lavar la ropa, por ejemplo. El arrebato de Merker por la riqueza natural mexicana era evidente: en su país natal no había recibido apoyo alguno de la industria farmacéutica y, por eso, en territorio extranjero, había creado su propio laboratorio con Emeric Somlo y Federico Lehmann como socios. 
     Aquella fue la primera oportunidad que tuvo Djerassi de colocarse al frente de un grupo de laboratoristas; estaba confiado… Por varios años se había familiarizado con los métodos y protocolos para el estudio de esteroides, el área de mayor relevancia para Syntex, desde que Marker había fijado su atención en determinados tubérculos no comestibles más o menos abundantes en México, los cuales contienen cierto ingrediente llamado diosgenina
     Cuando Syntex aún no había cumplido su primer año de existencia, Russell Earl Marker abandonó la empresa. Entonces Somlo y Lehmann trajeron al húngaro George Rosenkranz, quien veloz y eficientemente no sólo consiguió obtener progesterona de los tubérculos mexicanos, sino que también fue capaz de sintetizar testosterona —la hormona sexual masculina— cuyo valor comercial era aún superior. De manera que, cuando Carl Djerassi llegó a Syntex, el laboratorio se había posicionado en el mercado como distribuidor a granel de las grandes farmacéuticas internacionales, desde la aparente lejanía de la Ciudad de México. Y, quizás más importante aún, muy poco tiempo después también habría de llegar ahí mismo Luis Ernesto Miramontes Cárdenas, un estudiante de la UNAM nacido en la ciudad de Tepic, Nayarit, en 1925.

Fue entonces cuando sucedió lo inesperado, por más que estuvieran buscándolo —el propio Djerassi lo cuenta en sus memorias, escueta, directamente—: “Luis Miramontes, estudiante de química mexicano que desarrollaba su tesis de licenciatura en Syntex bajo la dirección de George Rosenkranz y de quien esto escribe, el 15 de octubre de 1951, logró sintetizar la 19-nor-17-alfa-etiniltesterona, conocida genéticamente como ‘noretisterona’ o ‘noretindrona’”.  La versión de Miramontes sobre aquellas labores tiene otros tintes, algo más amargos: “En Syntex había otros químicos ayudantes de Djerassi trabajando en cortisona. Era un personal bastante reducido para llevar la investigación que era más o menos particular de Djerassi, porque lo de la cortisona lo trabajaba con una docena de doctores y laboratorios. El grupo es bastante numeroso, hay una foto de él, pero yo no aparezco porque mientras ellos se retrataban yo trabajaba”.
     Fue así que en ese laboratorio, en México, ocurrió el primer episodio de una historia larga y compleja en la búsqueda de un método efectivo para el control de la natalidad; después vinieron acusaciones en torno a la primicia de este descubrimiento (disputas a la distancia entre Miramontes y Djerassi); debates acerca del verdadero valor de los anticonceptivos, y de luchas por parte de distintos sectores de la sociedad en pos de obtener la libertad de recibir los beneficios de una píldora que permitía separar el sexo de la reproducción. Hasta la riqueza generada por aquel invento produjo sus propias batallas: las patentes derivadas de aquellos trabajos de investigación fueron acreditadas a “Djerassi, Miramontes y Rosenkranz”, pero los artículos científicos publicados en el Journal of the American Chemical Society que daban cuenta de la síntesis química del primer compuesto útil como anticonceptivo oral femenino, aparecieron firmados por Luis E. Miramontes, Carl Djerassi y George Rosenkranz. 
     Lo cierto es que al año siguiente de la proeza realizada en los laboratorios Syntex, Carl Djerassi expuso buena parte de sus resultados ante la comunidad de especialistas asistentes a un congreso académico. Probablemente, fue allí donde otros investigadores encontraron soluciones a los problemas no resueltos en el laboratorio mexicano, de manera que las empresas rivales de Syntex actuaron contundentemente: los laboratorios Searle; así solicitaron, a mediados de 1953, una patente por la síntesis de un compuesto que llamaron noretinodrel, cuya configuración química era básicamente igual a la noretindrona de Syntex y… fueron ellos, y no el equipo de Syntex, quienes pusieron en el mercado la esperada píldora anticonceptiva.

Luego vinieron los felices años en los que la palabra revolución resonó con mayor dulzura; las infinitas protestas de grupos religiosos, gritos y desvelos de padres de familia aterrados por la posibilidad de que sus hijas pudieran tener relaciones sexuales sin preocuparse por un embarazo indeseado; vinieron las inolvidables pintas en la pared como aquella de haz el amor no la guerra, el mayo de París, el movimiento estudiantil en México con sus incontables heridos, muertos y desaparecidos. Y en el ojo del huracán, aquella diminuta, potentísima píldora que había comenzado a existir en un pequeño laboratorio mexicano. 

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