El lector científico:
Biró y Bich: sólo lo fugitivo permanece


El lector científico:
Biró y Bich: sólo lo fugitivo permanece
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Nuestros hábitos y conductas son notoriamente influenciados por la tecnología, la cual sirve como un molde que determina cómo nos comportamos, aun cuando no siempre caigamos en la cuenta de ello.

La efervescente tecnología en los actos cotidianos: esa inesperada adicción generalizada al ciberespacio, la injustificada omnipresencia de los teléfonos celulares, el espejismo de comprenderlo todo a partir de la lectura de Wikipedia, la práctica diaria del inexplicable exhibicionismo en Facebook, Instagram, Twitter
     Y es que la palabra tecnología tiene su origen etimológico en el vocablo tékhne, “habilidad”. De manera que las técnicas y las tecnologías nos permiten ser más hábiles para habitar este mundo, para transformarlo. Desde inventos modestos, pero realmente prodigiosos, como los trapeadores que nos libraron de la pesada carga de fregar los pisos de rodillas, hasta esos artilugios que tuvieron una corta vida entre nosotros, porque simplemente sirvieron como objetos de transición a soluciones más finas, como el fax o el soporte fotográfico Advantix… Pero en el listado de los hallazgos más felices del ingenio humano destaca uno, por popular —ha sido reproducido decenas de miles de millones de veces— e invencible —tiene un funcionamiento prácticamente perfecto—: el bolígrafo; relacionado con otras tecnologías de gran nobleza, como los pergaminos y papiros, la imprenta china y la imprenta de tipos móviles, la máquina de escribir, el mimeógrafo, las fotocopiadoras, el tintero, los anteojos o la lupa.

A László József Bíró (1899-1985), periodista húngaro nacido en Budapest, le resultaba difícil aceptar las cosas como son. Insatisfecho por herencia familiar —su padre era un dentista que modificaba sus herramientas de trabajo para obtener mejores resultados—, ocupó su infancia en cazar hormigas para estudiar su comportamiento, y su juventud en inventar azarosas máquinas, una tras otra: lavadora de ropa de consumo económico de electricidad, un mecanismo automático de cambio de velocidades para automóviles, una solución teórica para diseñar un tren electromagnético. Pero Bíró necesitaba un empleo formal —para alimentar a su familia y para pagar los costosos trámites de las variadas patentes que solicitaba— y así llegó a las páginas de una revista de su ciudad, donde publicaba una columna cotidianamente. Se valía, como la mayoría de las personas que escribían a mano, de una pluma fuente, que le manchaba las manos y muchas veces también el papel, o de plano dejaba de funcionar a capricho. Curioso, imaginativo, Bíró observó que en la imprenta de la revista utilizaban un rodillo fabricado especialmente para tirar la tinta de una forma exacta, sin desperdicios, sobre los pliegos de papel. 
     Lo que vino después fue una cascada de acciones a la velocidad del pensamiento: el diseño de una pequeña esfera dentro de un tubo capilar, cierta tinta especial que pudiera desplazarse en el interior gracias a la fuerza de la gravedad y que se secara al instante. “El problema de la escritura está resuelto, ocúpese de otra cosa”, le decían a Bíró, “¿quién tendría ganas de escribir con una bolita?”. Luego vino la suerte que acompaña al tesón: hacia 1938 László József Bíró patentó su bolígrafo y, a los pocos meses, el inventor viajaría a Argentina invitado por el ex presidente de aquella nación, a quien le habría interesado el desarrollo y la producción de ese simpático adminículo. Bíró se asoció con un amigo de nombre Juan J. Meyne y, a partir de 1940, comenzó a fabricar el birome en suelo argentino, donde aún le llaman con ese acrónimo surgido de la suma de los apellidos de Bíró y Meyne.

Ya en Argentina el birome había superado sus primeros años de existencia. Cuando se vendía como un “juguetito para niños” por barato y desechable, un vendedor de lámparas francés, de origen italiano y nombre Marcel Bich, se arriesgó a comprar la licencia para comerciar el invento de László József Bíró en Europa. Tuvo suerte, también, porque el inventor húngaro necesitaba algo de dinero en aquel año de 1953, cuando Bich regresó a Francia con su nueva adquisición.
     Lo primero: encontrar un nombre sonoro, para lo cual quita la h de su apellido y obtiene simplemente Bic. Lo segundo, hacer ajustes: para facilitar que cualquier persona pudiera tomar aquella pluma cilíndrica ligera, Bich apostó por un diseño hexagonal, que permitía escribir sobre los pupitres inclinados que comenzaban a ponerse de moda en las escuelas, y probó con infinitas combinaciones químicas hasta lograr la tinta idónea para sus bolígrafos, cuya punta metálica era colocada a una distancia calculada con maquinarias prestadas de la industria relojera suiza. Lo último: la defensa de una filosofía, mediante novedosas y agresivas campañas de publicidad; el nacimiento de una nueva época, bajo el lema de “úsese y tírese”. 
     El éxito fue brutal: en promedio, por cada habitante de este planeta existen más de dos de estos tubitos transparentes de plástico, una punta metálica y una tapa que los protege.

La ciencia y la tecnología ajustan, influyen, definen nuestro comportamiento y también la manera en cómo nombramos el mundo: no son pocos los vocablos que salen de la ciencia para meterse en el habla cotidiana, ni insignificantes aquellos que, incluso, regresan a la ciencia modificados, enriquecidos: especie, género, masa, raza, gen, caleidoscópico, eclipsar, galvanizar o cibernética, por ejemplo, cuya preeminencia temporal se diluye con la emergencia de otros conceptos de moda: ¿quién, en estos tiempos de lo cuántico o lo mecatrónico pretende atraer nuestra atención con adjetivos como: biónico o supersónico? ¿Quién recuerda aún que se le llamaba pluma atómica a ese invento eficaz e infalible, casi indestructible que, paradójicamente, nos acostumbró a que las cosas buenas pueden ser desechables? 
     Hace cuatro siglos, ya Francisco de Quevedo lo intuía:

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

Aute Navarro, Francisco José (2002). “La Baronessa Costanza”, ensayo sobre la madre de Marcel Bich, (2002). Descargable en línea: http://helvia.uco.es/xmlui/bitstream/handle/10396/4143/SIZIGIA_01_6.pdf?sequence=1

Gutiérrez, M. Dolores, La historia del bolígrafo. El gran avance en la comunicación escrita: Granada, 2008. Fundación Núcleo. Descargable en línea: http://fundacionesco.org/panel/wp-content/uploads/boligrafo.pdf

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