Ciencia y desmemoria
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Ciencia y desmemoria
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Naciones como Francia, Inglaterra, Estados Unidos o Alemania sí han dirigido esfuerzos contundentes para recuperar las historias de sus personajes, asociaciones, empresas e instituciones relacionados con la ciencia y la tecnología, al grado de hacernos creer que, mientras entre ellos hubo inventores, descubridores, industriales…, en nuestro país ha-bría existido un desinterés absoluto por el ingenio, la curiosidad y la inventiva.

Y así nos perdemos de reconocer a personajes como Andrés Manuel del Río, nacido en territorio español, en pleno Siglo de las Luces (1764), quien se especializó en química, geología y mineralogía. En Hungría, llegó a establecer una sólida amistad con Alexander von Humboldt, personaje tan fundamental para la ciencia en México como para la historia particular de Del Río; según las versiones más difundidas —aunque sin evidencias claras— en Francia habría sido discípulo del mismísimo Antoine de Lavoisier, cuando el afamado químico francés fue arrestado y ejecutado en la guillotina —de esto sí hay pruebas más que suficientes— por los revolucionarios ávidos de libertad, fraternidad e igualdad. 
     Entonces, Andrés Manuel del Río se habría mudado a Inglaterra, como invitado para organizar la novísima Cátedra de Mineralogía. De este lado del mundo, se hizo cargo de poner orden a las colecciones del Colegio de Minas —gracias a su experiencia, prácticamente, inigualable en la época—. Esta labor, en apariencia, monótona, lo llevó a la mina de Purísima del Cardonal, ubicada en la zona de México que ahora tiene el nombre de estado de Hidalgo; específicamente, al municipio de Zimapán, donde dirigió su atención al estudio de un material al que se había puesto el mote de plomo pardo; lo trató con ácidos, sulfatos y amoniaco, realizó varios experimentos, observó los níveos cristales que se formaban en su base y producían una aurora roja. Del Río se sorprendió por el comportamiento químico de este material y no le costó mucho trabajo caer en la cuenta de que se trataba de un elemento que no había sido reportado anteriormente.
     Y así lo dio a conocer casi de inmediato; durante el mes de septiembre de 1802, en una publicación española especializada, aparecería el siguiente artículo: “Pancromo. Nueva sustancia metálica anunciada por Don Manuel del Río, en un trabajo enviado desde México por el Sr. Don Antonio Cavanilles, fechado el 26 de septiembre de 1802”.

En esas se encontraba Del Río, cuando recibió la visita de Humboldt, entonces transformado en viajero científico con el respaldo del rey Carlos IV, para explorar las colonias españolas en el Nuevo Mundo. Mientras el alemán participaba en conferencias, colaboraba en la realización de pruebas y exámenes a los estudiantes del Colegio de Minas y estudiaba los mecanismos empleados en la extracción de plata en las minas mexicanas —tomando apuntes casi frenéticamente de todo cuanto vio—, Del Río esperaba que llegara el momento adecuado para acercarse a su amigo europeo, alejarlo del resto de las personas que siempre estaban a su alrededor y confesarle que había descubierto un nuevo metal en Zimapán, pues le sería muy valioso que Humboldt lo llevara algún laboratorio europeo y verificara su autenticidad, junto con el documento elaborado por el científico mexicano, en el cual explicaba sus características básicas. Entonces, Humboldt acepta con cierto desgano; no está convencido de la novedad de aquel plomo pardo y duda si acaso se trate de cromo, uranio o algún otro material ya conocido. Al año siguiente, ya de vuelta en París, el barón de Humboldt cumplió su palabra empeñada: entregó las muestras del pancromo o eritronio de Manuel del Río al reconocido especialista Hippolyte-Victor Collet-Descoltis, quien lo sometió a ciertas pruebas de laboratorio hasta encontrar —posiblemente prejuiciado por la creencia de Humboldt de que el supuesto descubrimiento de su amigo no era otra cosa que vil cromo— una combinación formada mayoritariamente por —cómo no— cromo, algo que “podría ser oxígeno” y un poco de ácido muriático. Su conclusión: “los experimentos aquí descritos, para mí ofrecen suficiente información como para afirmar que esta muestra no contiene ningún nuevo metal”.
     Desde luego, el dictamen de Collet-Descoltis no sorprendió a Humboldt; y Del Río lo aceptó, pero sin resignarse: “en Europa quieren mantener el monopolio de los descubrimientos”.

Hacia 1821, entre las guerras de independencia en México, Andrés Manuel Del Río fue expulsado de territorio mexicano, debido a sus orígenes españoles. Pero regresó a tiempo para enterarse de que, en 1831, un químico de nombre Nils Gabriel Sefström había localizado un extraño material de color pardo en una mina de Taberg, en la ciudad de Smaåland, en su natal Suecia y decidió nombrarlo vanadio, para honrar la memoria de Vanadis, la diosa del amor y la belleza. Casi al mismo tiempo, el alemán Friedrich Whöler —co-descubridor del berilio y del método para sintetizar la urea— se ocupó de revisar nuevamente el eritronio de Manuel del Río (a partir de una muestra original que le habría entregado Humboldt), y fue él, quien, junto con Jöns Jacob von Berzelius —científico también de origen sueco, considerado uno de los padres de la química moderna— reconoció que el material, entonces atribuido a Sefström, era nada más y nada menos que el desconocido hasta la fecha elemento número 23 de la tabla periódica de los elementos. Whöler nunca negó que Manuel del Río había sido el primero en reportar la existencia de este nuevo metal, pero tampoco dudó en apoyar que Selfström conservara el crédito por el descubrimiento del vanadio; y que, por lo tanto, ese fuera efectivamente su nombre universal, en vez de “pancromo” o “eritronio”. 
     Los años siguientes fueron de reclamos y discusiones por la paternidad del descubrimiento de aquel nuevo miembro de la tabla periódica de los elementos. Sin olvidar la afrenta, ni perdonar a sus rivales, pero eludiendo caer en la trampa de la amargura, Manuel del Río mantuvo su labor científica, publicó trabajos de química y metalurgia en cuatro idiomas e, incluso, desarrolló una carrera política.
     Ya más tarde, con ochenta y dos años de edad, cercano a la muerte, escribió: “[…] llamé yo eritronio a mi nuevo metal […] pero el uso, que es el tirano de todas las lenguas, ha querido que se llame vanadio, por no sé qué divinidad escandinava; más derecho tenía seguramente otra mexicana, que en sus años se halló treinta años antes […]”.

  • Gortari, Eli de (2014). La ciencia en la historia de México. México, Fondo de Cultura Económica. Versión electrónica.
  • Trabulse, Elías (2014). Historia de la ciencia en México, 3ª reimp. México, Fondo de Cultura Económica.
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