Medir el mundo


Medir el mundo
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En algún momento fue necesario comenzar a medir todo: la sucesión de las noches y los días, el paso de los meses a lo largo de las cosechas y de los años entre las personas y los animales, la extensión de los terrenos de cultivo, la cantidad de panes, frutos y semillas. Hubo que contar y comparar. Es decir, medir.

El escritor Ian Whitelaw, autor de La medida de todas las cosas, acierta al encontrar en el origen y desarrollo de las mediciones una precisa representación de la evolución del conocimiento humano: desde los inicios de la numeración —y su conversión en medidas de cálculo para construir viviendas o comerciar con todo tipo de objetos— hasta el desarrollo de la ciencia y tecnología,  la invención de la medicina, la descripción de los fenómenos climáticos o la comprensión del comportamiento de la naturaleza. Y lo mismo en otros ámbitos, como el arte, por ejemplo: la aritmética de los materiales (las cantidades exactas de cierto extracto natural combinado con agua para la elaboración de pigmentos o la fabricación de yesos para los modelos esculturales), la sensación de profundidad mediante trucos de perspectiva, el punto de fuga, el ritmo y la armonía de la sección áurea, las proporciones y el ritmo. Allí está Vitruvio, antecesor de la filosofía del Renacimiento italiano: “es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado por la naturaleza”. 

Porque medir es contar y comparar, la capacidad de medir posibilita la creación de una herramienta y un lenguaje, una estrategia y un sistema de comunicación para explorar la naturaleza. Cada sistema de medición es resultado del trabajo colectivo —frustrante y, a la vez, exitoso— de un conjunto de personajes a lo largo de los siglos: desde los antiguos griegos, que tomaban como referencia básica el cuerpo humano: el daktylos, que representaba la anchura de un dedo —poco menos de veinte milímetros—, la “palma”, formada por cuatro de aquellas unidades, el “palmo”, una docena, o el “codo”, compuesto por veinticuatro unidades; hasta el sistema sexagesimal de los sumerios que dio origen a nuestros segundos, minutos y horas; o las unidades de medición con nombres propios, derivados del apellido de sus fundadores: newton (Isaac), para medir la fuerza; joule (James) para conocer la cantidad de trabajo realizado; la escala Kelvin (lord William) de temperatura; los watts (James) de potencia eléctrica; los voltios (por Alessandro Volta) para el potencial eléctrico, la tensión eléctrica y la fuerza electromotriz… medir cualquier cosa, con la mayor de las precisiones posibles.
     Es posible ver desde lo absolutamente invisible al ojo humano, por diminuto (partículas subatómicas, radiaciones, células, moléculas) hasta lo infinitamente grande y, por lo tanto, también invisible a simple vista (la distancia entre galaxias o el tamaño de éstas) gracias a los microscopios de Zacharias Janssen, a los telescopios de Hans Lippersey, Galileo Galilei, Isaac Newton, William Herschel y los telescopios que orbitan por el espacio exterior (esas “máquinas para retroceder en el tiempo” de las que habla Hubert Reeves). Por eso, para el ciego Jorge Luis Borges, el microscopio y el telescopio son “extensiones de la vista”. Se trata de herramientas diseñadas para satisfacer nuestra ansia de precisión, nuestra necesidad de asir, de comprehender el universo con precisión. Los termómetros, para conocer la temperatura; barómetros, para medir la presión atmosférica; luxómetros, para calcular la intensidad de los rayos solares; pluviómetros, la cantidad de lluvia; el higrómetro, para la humedad; anemómetros, para la velocidad del viento. Sencillos instrumentos (reglas, pipetas, calendarios), sofisticados voltímetros y sismógrafos o complejas máquinas para contabilizar partículas elementales aceleradas. 

Entre los instrumentos de precisión destaca uno por su belleza sutil y la discreción con la que aparece en cada rincón de nuestra vida diaria: la báscula, heredera de aquellas balanzas romanas basadas en prodigios aún más antiquísimos, construidas en piedra, bronce o plomos, síntesis de los teoremas y las infinitas fórmulas de la física, del comportamiento de las fuerzas, lugar de recreo para los resortes y la gravedad, herramientas para el comercio y la medición de todo aquello que, en principio, parecía inconmensurable, de las cuales hemos heredado las básculas colgantes, con resorte de superficie o muelle, de mesa o bolsillo; para medir humedad, joyería o sustancias en laboratorio; para pesar personas, en particular, recién nacidos, animales; también las hay para dentistas o banqueros, y, por supuesto, símbolo de la justicia. 
     Hacia 1664, el holandés Johannes Vermeer finalizó un óleo atractivo y críptico, en el cual aparece una joven mujer parada ante una mesa, sosteniendo una balanza sobre la que observamos perlas engarzadas, monedas, piezas de oro y otros elementos de joyería. Ahora forma parte de la colección de la National Gallery en la ciudad de Washington y, en un principio, se le tituló La tasadora de perlas, por la actividad que la mujer parecía estar realizando y por los trazos dorados repartidos en distintas áreas del lienzo. Es probable que la mujer en cuestión sea Catharina, la mujer de Vermeer, embarazada. Sin embargo, algunos historiadores defienden que se trata simplemente de una dama vistiendo a la usanza de la época. Esta escena del artista holandés enfatiza una relación entre la ciencia y la moral que ya se encuentra muy arraigada en la cultura: la idea de que la precisión de un instrumento de medición, como una balanza, es símbolo de la mayor de las justicias. Porque la física (en el funcionamiento de una balanza) y la matemática (en la medición), es decir, la naturaleza, estaría exenta de las fallas de la reflexión humana. Una revisión a detalle del óleo, al que también llaman Mujer con balanza, nos hace notar que, justamente en el centro geométrico —hacia donde inevitablemente se dirige nuestra mirada, seducida por el punto de fuga de la composición artística— de la obra, el artista ha sabido colocar esa inquietante balanza que, en realidad, no mide más que el aparente vacío, la luz. Se trataría, entonces, de un mensaje profundo que transmite Vermeer: lo relevante no está en los materiales (las perlas, el oro), sino que el anhelo debe estar cifrado en la búsqueda de una vida balanceada, justa. 
     Ahí está, como refuerzo del mensaje, al fondo de la escena una imagen del Juicio final en la que el arcángel Miguel pesa (mide) en otra balanza las almas de las personas.

  • Centro Nacional de Metrología: https://www.gob.mx/cenam/
  • Ian Whitelaw. La medida de todas las cosas, traducción: Anna Valls. Barcelona, Océano Ámbar, 2009.
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