¿Cómo contagiar el gusto por la ciencia?


¿Cómo contagiar el gusto por la ciencia?
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La comunicación de la ciencia goza de gran salud en Iberoamérica y, para ofrecer una evidencia incontestable de ello, un grupo de colegas dedicados a compartir el gusto por la ciencia —unidos no por el amor ni el espanto, sino por el contagio… de la ciencia— se decidió a contar sus historias, esperando que tuvieran un “efecto multiplicativo” de inoculación en los lectores, y así, “de manera inexplicable e inmediata, se convirtieran a su vez en contagiadores; en parte, de una epidemia zombie que, en lugar de comer cerebros, los celebre, los ilumine y predique esta manera tan particular de ver el mundo con ojos de científico”.

El resultado de esa feliz aventura es un libro publicado por la Editorial Universitaria de la Universidad Guadalajara, del cual provienen los siguientes textos.

En general comienza de manera imperceptible. Algo mínimo, escondido o transparente cambia, seguramente destinado a pasar desapercibido, borrado por las ráfagas del tiempo o la inutilidad. Pero cada tanto sucede que algo permanece oculto tras la superficie, dormido como una espora y esperando la oportunidad para desplegarse cuando ya nadie se lo espera, cuando ya las defensas han caído y son porosas a la novedad, y se esparce sin control y sin fronteras. Hasta hay modelos matemáticos que intentan describirlo y desnudar sus intenciones, paradigmas deterministas, probabilísticos, caóticos. Estos modelos parten de unas minúsculas semillas que, poco a poco, van predicando su mensaje hasta pintar su aldea, el mundo, el universo. Se trata, sí, del contagio, esa palabra que da escalofríos a las madres y trabajo a los farmacéuticos. Pero no sólo de virus, bacterias y epidemias vive el contagio: allí están, por ejemplo, los bostezos, las risas, los hábitos, hasta el malhumor. Al fin y al cabo, se trata de compartir esa inspiración, esos sueños, hasta ese amor por lo que hacemos y, quizá si lo hacemos bien, lo contagiamos hasta generar una avalancha. “Después de todo, cuando estás enamorado, quieres contarlo a todo el mundo”, decía Carl Sagan. Pero no se refería solo al amor romántico, sino también al amor por lo que hacemos, lo que nos inspira y entusiasma. Es más: Sagan se refería a uno de los conceptos más extrañamente contagiosos de todos…: la ciencia. Sí: sigue la cita del amor: “Por eso, la idea de que los científicos no hablen al público de la ciencia me parece aberrante”. 
     Y, como con el bostezo, la risa, el frío o la juventud, aquí estamos, proponiendo contagiar la gran aventura humana: la ciencia. En lugar de abrir la boca bostezando, contagiar el reflejo por el que se nos caen la mandíbulas frente a un descubrimiento, compartir la risa sobre una cuestión chusca de algún experimento, el escalofrío de saber que, por un momento, hay un secreto de la naturaleza que sólo conocemos nosotros (y la naturaleza, claro), la juventud que implica estar siempre a la caza de preguntas. Más allá de la ciencia profesional, aquí nos centramos en contagiar el pensamiento científico, aquella porción de la cultura que nos despierta curiosidades, inquietudes, cosquillas. Las herramientas de este contagio —sus virus y bacterias— son el objeto de este libro. 
     Así, algunos de los más importantes contagiadores iberoamericanos nos comparten sus secretos, sus pócimas e instrucciones confidenciales a la hora de esparcir brotes de ciencia. Todos los escenarios son lícitos, y por esta crónica hospitalaria circulan museos, libros, diarios, aulas, revistas, televisores, artes, radios y carnavales. No importa de dónde vengan los agentes infecciosos: tendremos científicos, periodistas, divulgadores, editores y hasta un ministro que nos dejarán entrar a la trastienda de sus métodos
y nos compartirán sus misterios a la hora de inocular la ciencia, con la honestidad de comunicar eventos triunfantes… y de los otros: Jorge Wagensberg relata en primera persona las “Historias de mis mejores fracasos museográficos”, Claudia Aguirre reporta la alarma que provoca “Museítis. Crónica de una enfermedad incurable”, Melina Furman nos habla de “El aula contagiada de ciencia”, Milena Winograd elucubra acerca de cómo “Contagiar el tiempo en un museo interactivo”, Roberto Sayavedra debate sobre “Las conversaciones con los retos, las demostraciones, los talleres… ¿y cuándo los experimentos?”, Marcelo Knobel y Sandra E. Murriello cuentan su experiencia museográfica en “La fuerza de la osadía. La locura de montar la Nano Aventura”, Carlos E. Díaz expone los recovecos de “Ciencia que ladra… Una colección de divulgación científica para todo el mundo hispanohablante”, Valeria Román junto con Nora Bär enuncian sus “Recetas para contagiar el periodismo científico”, Tomás Granados Salinas aborda “La ciencia y sus emociones”, Carla Bardes e Ileana Lotesztain detallan el devenir de su editorial en “Lamiqué: contagiar la divulgación científica a los niños”, Patricia Magaña hace un recorrido memorístico en “Una revista, una comunidad, un proyecto de vida”, Eduardo Sáenz de Cabezón habla con originalidad de “Risa contagiosa”, el colectivo de “El gato y la caja” nos presenta su impar proyecto en línea, Javier Cruz desarrolla “El placer de ser contagioso”, Alberto Rojo y Pablo Amster establecen un diálogo gravitando alrededor de un “Discurso en torno a dos nuevas (formas de divulgar) ciencias”, José Gordon nos confiesa una experiencia:El día en que hablé con Bashevis Singer y me volví Richard Feynman”, Gabriela Vizental se encarga de “Contagiar la palabra”, Claudio Martínez habla de sus empeños en llevar la ciencia a la pantalla en “Un amor imposible… fue posible”, R. Ernesto Blanco recorre su historia personal de científico y músico en “De regreso a Smallville”, Gerry Garbulsky lanza sus  “Instrucciones preliminares para contagiar la ciencia”, Julia Tagüeña demuestra que “Los contagiados, contagian”, Lino Barañao aboga por “El placer de comprender”, y Luisa Massarani, por “Envueltos, pero no revueltos”, Vladimir de Semir narra “Un contagio crónico de la ilusión por explicar el saber” e Ildeu Moreira cierra el libro con la alegría de “Ciência dá samba!”.

Y es que necesitamos de contagiadores tan entusiastas como éstos para esparcir brotes de ciencia por todas partes, porque la vida diaria no parece muy científica: cotidianamente y con didáctico empeño nuestros amigos y familiares, casi siempre nuestros mayores, tratan de protegernos para evitar que nos contagiemos del pensamiento científico: “no preguntes”, “no compares”, nos aconsejan; “no saques conclusiones”, “¡no inventes!”, nos reprenden. 
     Pero preguntar, comparar, interpretar, inventar son algunas de las actividades más emocionantes, más útiles, para transformarnos en ciudadanos conscientes, informados, solidarios, participativos, curiosos, alegres.

  • Diego Golombek y Juan Nepote. Instrucciones para contagiar la ciencia. México, Editorial Universitaria-Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes-Universidad Nacional de Córdoba-Universidad del Rosario, 2016.
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