Como es bien sabido (desde tiempos de Maxwell), la luz es un fenómeno ondulatorio —más específicamente, una onda electromagnética— con una longitud característica bien definida, llamada longitud de onda y denotada por la letra griega λ. De hecho, esta longitud de onda está asociada al color de la luz y toma valores muy pequeños, que van de los 400 nm para el violeta, hasta los 800 nm para el rojo. Toda la gama de colores que el ojo humano puede percibir se encuentra dentro de ese rango de valores. Estas longitudes de onda son, como decíamos, muy pequeñas, pero, si fabricamos un material con inclusiones que tengan el tamaño de unos pocos nanómetros, esta longitud de onda resulta muy grande. El efecto neto de esto es que la luz no ve dos materiales separados, sino que experimenta el efecto de un medio promedio, con propiedades ópticas que no son ni las del material anfitrión, ni las de las inclusiones. De tal manera, podemos manipular las propiedades de estos materiales compuestos, conocidos como metamateriales, mediante el control de la estructura del material mismo. ¿Cuáles son los parámetros que es posible controlar? Pues son: tamaño, composición química, distribución y forma de las inclusiones; todos ellos influirán en las propiedades ópticas del material compuesto.
FIGURA 1A. Copa de Licurgo vista en luz reflejada y luz transmitida
FIGURA 1B. Vitral medieval
La resonancia del plasmón de superficie está relacionada con la excitación de electrones libres en la superficie de las partículas metálicas. Para ciertas longitudes de onda, esta excitación es muy eficiente y produce absorción de la luz; por ende, una disminución de su intensidad que, en general, dará como resultado calentamiento del material.
Estudios recientes han revelado que estos coloides tienen un tamaño de entre 50 y 100 nm; aunque no es claro cómo los romanos aprendieron a elaborar este vidrio coloreado con nanopartículas de oro, tiempo después, la misma técnica se usaría en las catedrales góticas para elaborar sus coloridos vitrales.