El plomo se encuentra en el suelo, el agua y en el aire, en grandes concentraciones, cerca de zonas industriales y mineras. Si existen cultivos de cereales, frutas o verduras, el consumo de estos alimentos es una forma de exposición al plomo. El respirar aire contaminado con partículas de plomo es otra forma de absorberlo.
Se ha reportado que algunos cosméticos, como labiales o sombras, contienen pinturas con plomo que entra en contacto directo con la piel y tejidos; en tal caso, el plomo pasa de la piel a la sangre y se distribuye por todo el cuerpo, causando diversos efectos nocivos, como hipertensión, anemia y daño renal.
La eliminación natural del plomo en el cuerpo ocurre de manera lenta, por lo que los residuos pueden acumularse, por ejemplo, en los huesos —el principal lugar de almacenamiento—, donde puede permanecer por más de 15 años. En este depósito se concentran niveles elevados de plomo que llegan a la sangre, de donde el contaminante se libera continuamente. Ejemplo de esto ocurre durante el embarazo, ya que el bebé, en búsqueda de calcio, absorbe lo que el cuerpo de la madre está dejando libre y, si esto es plomo, lo ocupará en lugar de calcio: el daño neurológico puede ser el resultado, entre otros problemas.

Desde 1998, la gasolina ya no contiene plomo, lo que redujo la contaminación por este elemento en las ciudades.
Los efectos negativos en la salud, debido a este contaminante, son especialmente graves en los niños, en quienes suele provocar retraso mental y deficiencia en el crecimiento. El cerebro adulto está menos expuesto a los efectos tóxicos del plomo, gracias a su madurez.
En los adultos, el plomo produce efectos negativos, principalmente, en el riñón, órgano de gran importancia, por medio del cual el cuerpo elimina el plomo; pero, su constante exposición provoca acumulación en los riñones, además de daño en el ADN. Estudios llevados a cabo en ratas demuestran que el cáncer más común debido a intoxicación por plomo ocurre en los riñones.1