El discreto encanto de las ecuaciones


El discreto encanto de las ecuaciones
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“La mejor manera de aprender es mediante la ejercitación constante”, aseguraba Robert Recorde, médico escocés del siglo XVI; y para demostrarlo, pasó buena parte de su corta vida realizando ejercicios de matemáticas. 

Fue profesor en Cambridge y en Oxford, además de autor de una importante serie de trabajos, como Grounde of Arts, en la que logró popularizar ideas novedosas para el aprendizaje de la aritmética, a través de ejercicios que retaban el intelecto del lector. Un año antes de su muerte, entregó a la imprenta The Whetstone of Witte, repitiendo la hazaña, pero entonces centrando su atención en el álgebra. Es en ese libro en el que, por primera vez, apareció un signo que, con el paso del tiempo, habría de convertirse en el representante inequívoco de la universalidad de las matemáticas como lenguaje. 
     Y de paso, sería un importante estímulo para que las ecuaciones comenzaran a colarse en nuestra vida diaria.

Las ecuaciones lo mismo describen que predicen. Son la imagen de nuestra confianza en que es posible describir el universo mediante una sencilla combinación de símbolos. Además —lo mismo que cierta poesía—, las ecuaciones mejor logradas cumplen con el indispensable requisito de la belleza, como recordaba Albert Einstein: “las únicas teorías físicas que estamos dispuestos a aceptar son las que resultan bellas”. Las ecuaciones declaran lo que sabemos del funcionamiento del universo y lo expresan de manera compacta. Además, tienen un gran poder de contagio, de manera que una ecuación puede provocar el nacimiento de otra más (“cuando una ley es correcta —escribía el físico Richard Feynman— sirve para descubrir otras”). Rara vez nacen exclusivamente de razonamientos lógicos; su origen tiene mucho más que ver con la observación minuciosa de la naturaleza, con un extenso diálogo entre los científicos y el mundo que los rodea, aunque la mayoría de nosotros ignoremos esto y nos parezca que las ecuaciones están ahí, dadas, inevitables, porque así debe ser, ajenas. 
     Como el dinosaurio imaginado por Augusto Monterroso: cuando despertamos, las ecuaciones todavía están allí
     Por ejemplo, el signo de “igual”, esas dos pequeñas líneas paralelas y horizontales dividen toda ecuación en dos partes, en un equilibrio perfecto. Mientras preparaba su The Whetstone of Witte, Robert Recorde escribió: “Y para evitar la tediosa repetición de las palabras: ‘es igual a’, pondré —como hago frecuentemente mientras trabajo— un par de líneas paralelas o rectas gemelas de la misma longitud, así: ====, porque acaso no existan dos cosas que puedan ser más iguales”. Sin embargo, la notación de Recorde demoró más de un siglo en ser aceptada de manera general. Lentamente, aquellas dos barras se convirtieron en la inequívoca representación de la igualdad.

No todas las ecuaciones tienen la misma importancia. Cada combinación de variables independientes y dependientes, de constantes y de constantes fundamentales (o universales) puede dar como resultado la fórmula química del bicarbonato para aliviar los dolores de estómago, el tiempo preciso de cocción del spaghetti al dente a cierta altitud o la manera de calcular la trayectoria de un satélite más allá de la órbita terrestre. Las ecuaciones también provocan sentimientos encontrados: el entusiasmo del científico y escritor Carlo Frabetti, quien advierte del riesgo en que podemos caer al emplear excesivamente las neurociencias para explicar sentimientos como el amor, que es “el mito nuclear de nuestra cultura, máxima expresión cultural de una de las tres pulsiones
básicas —hambre, sexo y miedo— que compartimos con los demás animales. Reducir los sentimientos a fórmulas químicas o ecuaciones matemáticas sería como reducir un paisaje a su descripción topográfica. Renunciar a las fórmulas y las ecuaciones sería como prescindir de los mapas”. La luminosa intuición del músico y poeta François-Xavier Maigrè: “Un poema / es una ecuación / cuya solución / se encuentra en quien la escucha”; o la cautela del celebérrimo Stephen Hawking, convencido de que “cada ecuación incluida en un libro reduce las ventas a la mitad”. Como para contradecir a Hawking (si es que acaso hiciera falta) el científico y museólogo británico Graham Farmelo reunió a una serie de certeros colegas provenientes de diferentes disciplinas de la investigación científica para hacer una presentación de las ecuaciones más relevantes de la ciencia más reciente. El resultado fue un libro: It Must be Beatiful. Great Equationes of Modern Science, traducido al castellano como: Fórmulas elegantes. Grandes ecuaciones de la ciencia moderna.
     Según los diccionarios, una ecuación puede ser una igualdad que contiene una o más incógnitas o una expresión simbólica de una reacción química que indica las cantidades relativas de reactantes y productos. En todo caso, mejor sería recordar que el origen etimológico, que nos conduce a aequatio y a aequationis, es decir, igualación, repartición o nivelación de algo, a partir del verbo aequare. A este principio debemos la existencia de palabras de gran linaje: equidad, equilátero, equitativo, equinoccio, equilibrio. Del gran universo de esas expresiones de igualdad, Graham Farmelo y sus colegas hacen una deliciosa selección en Fórmulas elegantes…, para ofrecer al lector una ruta de viaje a través de paisajes tan diversos como apasionantes. Desde la ecuación de Planck-Einstein para la energía de un cuanto hasta las ecuaciones de Molina-Rowland y el problema de los clorofluorocarburos como contaminantes de la atmósfera terrestre, con estaciones intermedias: la archifamosa ecuación de Einstein de la energía y la masa, tramposamente sencilla: e es igual a emecé al cuadrado, además de otras aportaciones suyas a la física relativista; la ecuación de Dirac gracias a la que es posible describir el comportamiento de un electrón (con resultados inesperados para el propio Dirac: su ecuación predecía la existencia de la antimateria. Por eso llegó a confesar: “mi ecuación es más inteligente que yo”). Se revisa el papel de las matemáticas para representar las ideas evolutivas en la biología y algunos conceptos básicos de la ecología teórica. También encontramos ejemplos sustanciosos de la utilidad de las ecuaciones en la informática y en la (hasta ahora inútil) búsqueda de vida extraterrestre.
     El sutil poder de las ecuaciones para enunciar, para describir, para anticipar. El discreto encanto de las ecuaciones para sorprendernos —en el más amplio de los sentidos— cuando con ellas conseguimos eso que anhelaba Richard Feynman: “la naturaleza utiliza solamente las hebras más largas para tejer sus formas, de manera que cada pequeño rincón de su tela revela la organización de la totalidad del tapiz”. 

  • Farmelo, Graham (ed.) (2004). Fórmulas elegantes. Grandes ecuaciones de la ciencia moderna. Barcelona, Tusquets Editores. 
  • Frabetti, Carlo (2015). ¿El huevo o la gallina?: Preguntas tontas y respuestas sorprendentes. Madrid, Alianza Editorial.
  • Stewart, Ian (2013). 17 ecuaciones que cambiaron el mundo. Madrid, Editorial Crítica.
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