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Noviembre-Diciembre 2013
Hélix
 
 

JUAN NEPOTE

Una sonrisa robada del Museo
Gioconda de Leonardo Da Vinci, obra de apenas 53 centímetros de ancho por 77 de largo
Leonardo da Vinci pensaba que “la pintura es la ciencia más elevada”. Y no lo decía como una metáfora.

Interesado por los detalles del cuerpo humano, empeñado en defender una actitud lúdica ante la naturaleza, hábil experimentador con plantas y minerales elaborar su propias pinturas, y clandestino cliente del mercado de cadáveres en la Florencia del siglo XV, Da Vinci es reconocido tanto en su faceta de artista como en la de inventor y, la mayoría de las veces, mejor aún, como una inusitada combinación de ambos; por ejemplo: se le atribuye cierta revolución en el arte pictórico gracias a esa innovadora técnica que llamó sfumato, con la cual difuminaba los límites y los contornos de las figuras, dotándolas de una movilidad casi etérea.

Una de las muestras más contundentes de aquel prodigioso talento está contenida en una pintura de apenas 53 centímetros de ancho por 77 de largo, la cual, sin embargo, es la obra de arte más famosa de toda la historia: la Gioconda.

El arte célula por célula

Como quien ocupa toda su energía en un experimento científico, Leonardo da Vinci dedicó la mayor cantidad de tiempo a ese pequeño retrato. De hecho, esa obra —inacabada, de acuerdo con su autor, y siempre necesitada de algún retoque— era uno de los escasos bienes que Da Vinci llevó consigo a Francia, donde pasó sus últimos años. En la Gioconda se cristalizan los principios de Leonardo, su filosofía: “aquellos que se enamoran de la práctica sin ciencia, son como el marinero, que se embarca en el navío sin timón o brújula, que nunca tiene certeza de dónde va. La práctica se ha de edificar siempre sobre la buena teoría; de la cual, la perspectiva es guía y puerta, y sin esto, no se hace nada bien en la pintura”, apuntó en uno de sus cuadernos.


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Septiembre - Octubre 2014
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