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Estudiar comunidades de microorganismos capaces de convertir un lugar inhóspito en un planeta azul lleno de vida quizá nos permita, no sólo entender la historia de la Tierra, sino aprender cómo sobrevivir a los cambios que estamos produciendo. |
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En 1999, Valeria y Luis fueron invitados a trabajar en Cuatrociénegas, Coahuila —lugar extraordinario, con cientos de pozas de agua en medio del desierto—, por investigadores de la Universidad Estatal de Arizona, con un proyecto de Astrobiología, financiado por la NASA , dirigido por el Dr. W. Minckley, uno de los más importantes estudiosos de los peces de Norteamérica, y el Dr. Jim Elser, experto en ciclos de nutrientes (particularmente fósforo, elemento central en esta historia) en los cuerpos de agua.
El interés de la NASA se basaba en los muchos estromatolitos ¡vivos! del valle de Cuatrociénegas (figura 1), los cuales constituyen comunidades de microorganismos nombrados así, porque sus restos fósiles consisten en rocas bandeadas o en capas (stroma: rayas, lito: piedra), pues, entonces, la mayor parte de la comunidad científica sólo conocía los famosísimos estromatolitos marinos de Shark Bay, en Australia.1
EL INTERÉS POR LOS ESTROMATOLITOS
El programa de “Astrobiología” tiene como objetivo buscar vida fuera de la Tierra, así como determinar la habitabilidad de planetas y satélites en nuestra galaxia, lo cual requiere saber qué se debe buscar en el espacio, y el punto de partida idóneo es el único gran experimento de vida que conocemos en el planeta Tierra: los microbios que, en forma de colonias, constituyen los estromatolitos.
En la Tierra —antes de la explosión de la vida— los microbios se integraron, formando estromatolitos, cuyo metabolismo transformó un mar entonces rico en azufre (inhabitable, por supuesto) y una atmósfera pobre en oxígeno y ozono (nada respirable, como imaginarán) en un planeta apto para el desarrollo de todos los seres vivos que han poblado la Tierra.
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