José Joaquín Arriaga,
El Verne Mexicano


José Joaquín Arriaga,
El Verne Mexicano
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En México —un país que apenas terminaba de nacer— cuando aún faltaba más de medio siglo para que la investigación científica se formalizara en institutos y universidades, un ingeniero poblano llamado José Joaquín Arriaga se inventó un desafío original: interesar en la ciencia, mediante la palabra escrita, a la población en general; especialmente, a los obreros y los niños.

Arriaga venía de ejercer el periodismo en publicaciones periódicas como El Defensor católico, El minero mexicano, El pueblo y La Voz de México; más aún, hacia 1868 había organizado, junto con un selecto grupo de investigadores mexicanos, la Sociedad Mexicana de Historia Natural, de la que fue su primer Secretario.
          Pero, en la primavera de 1871, a los 40 años de edad, José Joaquín Arriaga se aventuró en un proyecto insólito: crear una publicación mexicana para enamorar a los lectores con relatos científicos; así nació La Ciencia recreativa, publicación dedicada a los niños y las clases trabajadoras (1871 – 1879), auténtica empresa de divulgación científica ideada, diseñada y producida por Arriaga, quien se encargó de elaborar una serie de más de 60 publicaciones, en las que mezclaba conocimiento, además de sensibilidad con inteligencia y arte, luego de lamentarse de que en México la ciencia “permanece desconocida entre nosotros y la mayoría de los mexicanos la ven con indiferencia, si no con el desprecio propio de la ignorancia”, situación que él habría de modificar gracias a su proyecto encaminado a generalizar los conocimientos científicos, embelleciéndolos con el artificio de la novela y, por lo tanto, esta novedosa publicación arrojaría “las primeras semillas de este interesante estudio, que será muy fecundo en resultados para la generación que nos reemplaza".

El físico, editor y escritor Nicolas Witkowski asegura que: “La historia de la divulgación de las ciencias muestra que ésta ha seguido como una sombra el desarrollo de la ciencia. No tendríamos ninguna dificultad en identificar los inicios en Galileo o Fontenelle, en una época en la que la ciencia, poco formalizada, se prestaba mucho al discurso de la divulgación”.
          Después de Newton y de la aparición de las matemáticas, la tarea resultaba más difícil y pasó a ser responsabilidad del Estado; sin embargo, hicieron falta décadas de lucha antes de que la Academia de Ciencias se dignara abrirse a los periodistas, y de que los programas de iniciación a las ciencias (ciencias naturales) aparecieran en los manuales escolares —exclusivamente dedicados a las humanidades hasta finales del siglo XIX—. Paralelamente, Julio Verne, Camille Flammarion y H. G. Wells ofrecían ficciones científicas que tuvieron, sin duda, mucho más impacto sobre el público.
          Entre nosotros tenemos ejemplos notables de personalidades afines: ahí están los encendidos discursos de Justo Sierra para impulsar el desarrollo de la ciencia en la Universidad, sus pioneras traducciones de textos de Julio Verne al español* o aquellas prodigiosas crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera sobre la ciencia del siglo XIX, que lo mismo escribe sobre química culinaria que ofrece —con humor e información precisa— una explicación detallada, abundante y esclarecedora sobre la naturaleza y comportamiento de los cometas.
          Y principalmente, José Joaquín Arriaga, contemporáneo de los míticos fundadores franceses de la divulgación científica, hoy inexplicable y lamentablemente olvidado.
          Arriaga estaba convencido de que "El artificio de la novela se ha apoderado ya de la historia para hacer agradable su estudio. Prueba de ello es la aceptación que han encontrado en las masas las numerosas ediciones que se hacen día a día de tantas novelas históricas de los célebres novelistas franceses que, con el recurso de su pura imaginación, han cubierto de flores la áspera senda del estudio de la historia; gracias a ello, los principales episodios de la historia francesa son más conocidos en México que nuestra historia misma”, y por eso se lanzó a escribir una gran obra, teniendo en mente que “Cada leyenda o novelita científica, constituirá un asunto independiente si bien todas las relativas a una misma ciencia, formarán una serie no interrumpida que, comenzando con las nociones generales, y particularizando después cada ramo de ella, llegue a ser, con el tiempo, un tratado completo”, seguro de que “Vulgarizar las ciencias más útiles, popularizar entre las clases de toda la sociedad los conocimientos más provechosos, nutrir a los espíritus con la enseñanza de todos los inventos antiguos y modernos es el medio que se ha adoptado para difundir la instrucción y propagarla hasta el rincón del más humilde hogar”.
          Es decir, toda una declaración de intenciones, una apuesta por la educación no escolarizada, por el asombro constante, infinito. Otro pionero de la ciencia en América, el médico, lingüista, etnólogo y antropólogo Nicolás León lo llamó “el Verne mexicano”, gracias a sus “laudables esfuerzos de popularización científica”.
          El juicio no es exagerado: Arriaga, casi al mismo tiempo que Julio Verne y Camille Flammarion, en Francia, y mucho antes que H. G. Wells, en Inglaterra, apostó por una prosa cuidada, donde mezclaba conocimiento científico y literatura con erudición y certeza.

Cada uno de los volúmenes que forman La Ciencia Recreativa —“un tomito encartonado de 36 o 38 páginas e ilustrado con una bonita lámina litografiada”, que serían publicados los días 12 y 26 de cada mes— contiene una selección de temáticas que obedece a una visión amplia y a una curiosidad omnívora: física experimental, agricultura, geografía, mineralogía, metalurgia, botánica, zoología, cosmografía, meteorítica, meteorología, el mundo de las aeronaves, máquinas eléctricas, los misterios del café, las transformaciones de un trozo de hielo, la furia de las tempestades, las historias del pan de azúcar, las bellezas de la luz; las perlas, las mariposas, la niebla y las nubes, el Popocatépetl…
          La publicación encontró sus lectores y se mantuvo a flote por poco menos de una década, con múltiples elogios de la prensa, como La voz de México: “El Sr. Arriaga ha puesto la primera piedra de un edificio que en lo porvenir será el palacio de la instrucción popular. Con ella —La Ciencia Recreativa— se hace al pueblo un gran servicio a muy poco costo, pues la expresada publicación pone las más altas ciencias al alcance, como quien dice, de la humilde mano popular. ¡Bien por los que tan científicamente aman y sirven al pueblo!”. Pero la realidad se impuso (junto con el probable cansancio de Arriaga, quien se ocupaba completamente de todas las tareas de su publicación, incluyendo la venta y distribución) en 1879, se imprimieron los últimos ejemplares de La Ciencia Recreativa, aunque su autor viviría aún hasta 1896. Y nunca más habríamos de conocer en México un esfuerzo tan ambicioso y personal, tan genuino, apasionado y encomiable por contagiar el gusto por la ciencia.

  • Witkowski, N. (2007). Una historia sentimental de las ciencias. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
  • Arriaga, J. La ciencia recreativa. Publicación Dedicada a Los Niños y Las Clases Trabajadoras (1871-1879). Tomos I a XII. México: Tip. de J. M. Aguilar.
  • Ramírez, S. (1900) Estudio biográfico del Sr. Ingeniero José Joaquín Arriaga, académico numerario. Leído en la Academia Mexicana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales correspondiente de la Real de Madrid. México: Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento.
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