Colores en el televisor


Colores en el televisor
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La televisión es el reino de las cifras grandilocuentes, de los extremos opuestos: la amamos o la odiamos, pero nadie queda indiferente ante la seductora sucesión de sus imágenes.

Contradictoria, la televisión organiza nuestros recuerdos, ordena nuestras opiniones, dicta nuestras convicciones; paradójica, la televisión también es el escenario de la imprecisión semántica: decimos televisión para referirnos al “aparato receptor de televisión”, el televisor, que recibe la “transmisión de imágenes a distancia mediante ondas hertzianas”. Como toda invención, el televisor responde a la curiosidad de varios personajes, al trabajo colectivo en el que destaca un mexicano, un tapatío, para más señas.

Philo Farnsworth supo encontrar en la electricidad una aplicación mucho más compleja que la lámpara incandescente de Edison, que el telégrafo de Tesla y Marconi o que el cinematógrafo de los hermanos Lumière. Quizá porque creció en una granja en Rigby, en el estado de Idaho, donde pronto comenzó a jugar con la electricidad y la electrónica. Reparaba motores y generadores de corriente, dibujaba nuevos artilugios. A falta de un trabajo, se enroló en la academia naval. También allá destacó por su pericia en asuntos tecnológicos, mientras una obsesiva idea le desbordaba la mente: crear “imágenes voladoras” que pudieran transmitirse a cualquier lugar del mundo a través de la electricidad. Bastó que alguien le hiciera entender que el gobierno de su país conservaría los derechos sobre cualquier invento suyo —por ser miembro de la marina— para que abandonara de inmediato el ejército (gracias a un permiso especial). Regresó al hogar familiar y se matriculó en la Universidad de Brigham Young, pero al poco tiempo murió su padre. Así que Farnsworth tuvo que dejar la universidad. 
     Con más empeño que precisión se enroló en un curso por correspondencia para descifrar el funcionamiento de los aparatos radiofónicos. No le gustaba trabajar en solitario; con su cuñado creó un negocio dedicado a la instalación y reparación de radios, que fracasó rotundamente. En la primavera de 1926 —de manera inesperada—, consiguió un préstamo de alguien que, sin comprender lo que Farnsworth había intentado explicarle, decidió arriesgar su capital en una “conjetura atrevida”. Arrancaron una pequeña empresa localizada en la ciudad de San Francisco y hace ochenta años, en enero de 1927, finalizaron los planes de diseño del primer televisor.
     Mientras todo esto sucedía, un inmigrante ruso de nombre David Sarnoff se tomó muy en serio las noticias sobre ese nuevo dispositivo que parecía romper el obstáculo de enviar imágenes a largas distancias, invisiblemente, mediante el uso de la electricidad. Vicepresidente y director general de la Radio Corporation of America (RCA), previendo la caducidad de las patentes que poseía su empresa, vislumbró una posibilidad en la televisión.
     RCA ofreció una considerable suma de dinero a los socios de Farnsworth para comprar la empresa. No tuvo éxito. Fue apenas el inicio de una gran batalla: David Sarnoff, con la colaboración de un grisáceo ingeniero ruso de nombre Vladimir Zworykin, dócil, obediente, intentó engañar a Farnsworth para robar sus invenciones. Sarnoff y la RCA pusieron en marcha un despliegue de mercadotecnia para conseguir la primicia de contratos para las transmisiones de televisión, pero la Oficina de Patentes falló a favor de Farnsworth. La lucha todavía no había terminado cuando inició la segunda Guerra Mundial y una buena parte de las industrias tuvieron que parar o modificar su producción. Al finalizar la Guerra, las patentes de Farnsworth ya habían caducado. Velozmente RCA se adueñó del mercado y presentó a dos anónimos personajes como los verdaderos inventores de la televisión. Aunque se mantuvo activo (inició una serie de innovadoras investigaciones en torno a la fusión nuclear y recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Brigham Young), Farnsworth finalizó sus días algo entristecido, olvidado, mirando cómo sus imágenes voladoras se apoderaban del mundo entero.

Al mismo tiempo que las señales de televisión se expandían a lo largo y ancho del planeta, algunos personajes llevaron a cabo experimentos para mejorar notoriamente la capacidad de los televisores, procurando llenarlos de color. Lo mismo que había sucedido con la fotografía, y posteriormente con el cinematógrafo, la televisión había sido presentada a la humanidad en blanco y negro. El asombro de observar y escuchar un conjunto musical dentro del margen rectangular del televisor dejaba inmóviles, impávidas, a no pocas personas. Otros, muy pocos, pensaban que todavía no era suficiente: Guillermo González Camarena, por ejemplo, que había nacido el 17 de febrero de 1917, hace cien años, en un edificio ubicado en las calles de Donato Guerra y Juárez, en el Centro de Guadalajara, en una  familia originaria de la población de Arandas, Jalisco. Pero, cuando aún era muy pequeño, su padre enfermó de cáncer y toda la familia se trasladó a Ciudad de México, donde —lo mismo que Farnsworth— pronto se aficionó a jugar con la electricidad: acondicionó los sótanos de su casa en la calle de Abreth 74 para arreglar motores, modificar radiotransmitores, construir prototipos; a los 15 años de edad fabricó
su propia cámara de televisión y comenzó a hacer sus propias transmisiones. Se matriculó en la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica del Instituto Politécnico Nacional, pero luego la abandonó para seguir un camino original, inédito. Combinando sus intereses por la óptica, la electrónica y la transmisión de ondas de radio, consiguió su primera patente relacionada con el televisor a color a los veintitrés años de edad. Sistema tricromático secuencial de campos, le llamó, y consiguió patentar su invención en México y en Estados Unidos, con el número de registro 2,296,019, en septiembre de 1942 como: Chromoscopic Adapter for Television Equipment. Imparable, de genialidad insaciable, González Camarena perfeccionó sus equipos, que exportó a diferentes países; propuso soluciones buscando que la televisión sirviera para la enseñanza médica y la educación de niños y jóvenes. Pero,  la muerte lo alcanzó en un accidente automovilístico mientras regresaba de trabajar, el 18 de abril de 1965, en Las Lajas, Veracruz. Tenía 48 años de edad y era insustituible: luego de su muerte, México se sumió en un vacío de creatividad. Nadie supo continuar sus visionarios trabajos; la innovación tecnológica cedió su lugar a la comodidad, el ingenio científico fue reemplazado por el interés económico, es decir, por la administración de los emporios económicos que, involuntariamente, Guillermo González Camarena había ayudado a construir. 

  • Torres, Juan Pablo. Guillermo González Camarena. El inventor de la televisión a color. México: Editorial Universitaria, 2006.
  • Video: “Cien Años del Natalicio del Ingeniero Guillermo González Camarena”, producido por Conacyt/Coecytjal, 2017. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=ss5GIMUnwJs
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