La Biblioteca Nacional
de México.
A 150 años de su fundación


La Biblioteca Nacional
de México.
A 150 años de su fundación
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El año 2017 trajo consigo dos magnas celebraciones: en febrero, la conmemoración del centenario de
la Constitución Mexicana de 1917 y, en noviembre, los 150 años de la fundación republicana de una de las instituciones más relevantes para nuestra vida cultural: la Biblioteca Nacional de México, que resguarda casi cinco siglos de la memoria bibliohemerográfica de la nación. 

Pero ¿qué significa contar con una Biblioteca Nacional? Un breve ejercicio de recordación sobre la historia de los máximos repositorios en el mundo nos situará mejor. Comencemos en el mundo antiguo, allá donde la memoria dejó de ser fiadora de los saberes para vaciarse en papiros y rollos de grandes dimensiones. 

     Grecia contó con los conocimientos de Homero que Pisístrato mandó poner por escrito, para luego arrebatar a la soberbia de los dioses la filosofía que en Sócrates, Platón y Aristóteles encontró su máxima expresión.
     Alejandría reunió miles de rollos de autores que florecieron cerca del Mediterráneo, ejemplo que quiso emular Roma en las fincas erigidas por los intelectuales y grandes señores para leer después de las conquistas.
     Durante la Edad Media —alta y baja—, los monasterios se llenaron de pergaminos, unos paganos y otros escritos por los santos padres de la Iglesia, para ser sustituidos, a partir de la invención de la imprenta, por obras que democratizaron el saber a través de papel impreso con caracteres móviles.
    El Renacimiento, inicio de la Modernidad en el siglo XV, produjo nuevos mecenas que formaron exquisitas bibliotecas reales en las cuales conservaron obras adquiridas en los dominios de los reinos más poderosos de la Europa del momento. Francia, tiempo después, con Luis XIV, se colocó en el centro de los Estados europeos y pugnó por ser el astro que más irradiara en Occidente.
     Por entonces, el reino de la Nueva España gozaba de muy buenas bibliotecas, y fue éste el primero de los territorios colonizados en tener imprenta propia. Desde 1539, Juan Pablos comenzó la publicación de diversas obras, sobre todo devocionales, hasta llegar a las magníficas ediciones dieciochescas. 

José María Lafragua.

      Felipe V de Borbón mandó, mediante real decreto de 1711, que todos los autores hispánicos enviaran un ejemplar de cada una de sus obras publicadas para el catálogo de la Biblioteca Real. En Nueva España, las librerías de los conventos no contaban con una sistematización precisa hasta la aparición de un raro catálogo elaborado por fray Francisco Antonio de la Rosa Figueroa, en 1769, sobre el acervo del Convento Grande de San Francisco de México, considerado el repositorio de consulta preferido para intelectuales tan exigentes como José Antonio de Alzate, historiadores como fray Juan Agustín Morfi o de referencia para todo visitante curioso, como Alexander von Humboldt.
     A partir de la Independencia, los mexicanos pasaron por muchos intentos para fundar una biblioteca pública y nacional. En 1828, José María Irigoyen propuso al Congreso la fundación de una Biblioteca Nacional, con la intención de liberar el conocimiento custodiado en los conventos, el cual, en ese momento, bajo la República, estaría al servicio de la patria; sin embargo, la iniciativa no fructificó.
     Entretanto, Carlos María de Bustamante sugirió instalar una biblioteca pública con espacio adecuado, acervo abundante y una ley que lo mantuviera en condiciones óptimas para su supervivencia, proponiendo para ello el Colegio Mayor de Santa María de Todos los Santos, cuya biblioteca gozaba de excelente prestigio por sus materiales de teología, leyes, filosofía, lenguas indígenas e historia, entre otras ciencias.     
     Hacia 1832, Tadeo Ortiz, excelso pensador republicano, plasmó esta idea en su obra México considerado como nación independiente y libre, al referirse al Palacio Nacional como el lugar indicado para abrir sus puertas al público y ser nutrido con los libros provenientes de los colegios e instituciones eclesiásticas del orden regular que hasta entonces detentaban la educación. Sin embargo, una vez más, las condiciones políticas impidieron la concreción de tales ideas.

Biblioteca Nacional de México, antiguo templo de San Agustín.


     Otro intento se produjo en 1833, bajo la presidencia interina de Valentín Gómez Farías, quien, al lado de José María Luis Mora, decretó la instauración de la primera Biblioteca Nacional en las instalaciones del Colegio Mayor de Santa María de Todos los Santos, nombrando como bibliotecario a Manuel Eduardo de Gorostiza.
     El regreso de Santa Anna a la presidencia produjo la derogación de muchas de las reformas, incluyendo la relativa a la Biblioteca Nacional, por lo que fue necesario devolver a sus antiguas sedes: San Ildefonso, San Juan de Letrán, San Gregorio y Minería, sus respectivos libros.
     Entre 1843 y 1846, hubo dos iniciativas más. Una debida a López de Santa Anna, quien propuso la creación de bibliotecas públicas en las principales capitales del país y otra cuando José Mariano Salas, encargado del Supremo Poder Ejecutivo, decretó la creación de la Biblioteca Nacional y Pública, en la capital de la República. 
     El autor de dicha iniciativa fue José María Lafragua, quien pregonaba que la vida republicana debía estar unida a los principios de la Ilustración, por lo que trató de consolidar una entidad verdaderamente nacional, pública y de resguardo de la memoria bibliográfica del país. Para ello, estableció por primera vez, con categoría de ley, el depósito legal para la adjudicación de materiales. 
     La guerra contra los Estados Unidos de América alteró toda clase de propuestas, hasta que, en 1851, El Siglo Diez y Nueve llamó al gobierno a retomar esfuerzos para la creación de una Biblioteca Nacional. Sin embargo, ni las ideas de pensadores como José Fernando Ramírez y José María Andrade fueron consideradas por el gobierno nacional y, nuevamente, todo quedó en planes. El 4 de agosto de 1854, El Universal urgió al gobierno para crear, de manera definitiva, la Biblioteca Nacional, sin lograr mayor efecto que el haber impreso en papel los caracteres de su llamado. 
     La revolución de Ayutla trajo consigo el triunfo de los liberales y la transformación política. Con Santa Anna exiliado y Comonfort a la cabeza, de nuevo fueron expedidas leyes para intentar crear, en 1857, la Biblioteca Nacional. Al suprimirse la Universidad, con sus libros se creó el Fondo de Origen* de la nueva institución y fue José Fernando Ramírez quien se ocupó de organizar, acomodar e, incluso, hacer estudios sobre los materiales de la biblioteca.
     Durante la guerra de Reforma, Félix Zuloaga derogó lo establecido en 1857 y restituyó el orden que anteriormente guardaba la Universidad y, aunque suprimió las leyes liberales, dejó abierta la biblioteca organizada por Ramírez, con lo cual reiteró su carácter público mediante decreto el 5 de marzo de 1858. Al año siguiente, Benito Juárez publicó su Ley de nacionalización de los bienes del clero secular y regular, destinando todos los bienes, incluso libros, a establecimientos públicos que darían curso a diversas instituciones nacionales que hoy conocemos bajo diferentes nombres. 
     En enero de 1861, Juárez entregó la Universidad a José Fernando Ramírez con el fin de restaurarla y dejarla como se encontraba antes del Plan de Tacubaya. Nombró a José María Benítez “encargado de su biblioteca” para que inspeccionara su estado. Al año siguiente, Benítez fue honrado con el cargo de director de la Biblioteca Nacional, el cual ejerció hasta el 9 de junio de 1863, cuando renunció. En su periodo logró reunir más de noventa mil volúmenes, incluidos diez mil provenientes de la Biblioteca Turriana, de la Catedral de México.  
     Cuando los liberales, encabezados por Juárez, comenzaron a resentir la invasión francesa iniciada en 1862, nuevamente se vio interrumpido el proceso de afirmación de la Biblioteca Nacional; habiendo sido derrotados en el centro del país y con el presidente de la República itinerante en el norte, Maximiliano entró a la capital en 1864 como Emperador de México, quien, al ver lo creado por los liberales, no consideró suprimir todo.
     Dejó en el sitio que ocupaba a don José María Benítez, además de que hizo todo lo posible por conservar y acrecentar los materiales que, residentes en la antigua Casa de Moneda, se organizaban para su consulta pública. Sin embargo, sus tareas se vieron, otra vez, interrumpidas por la caída del Imperio, por lo que, luego de la entrada de Juárez a la Ciudad de México, Benítez presentó un informe de lo ocurrido en las instalaciones a su cargo. 
     Afianzado el gobierno republicano, se pensó en la definitiva consolidación de la añorada Biblioteca Nacional. Y cómo no: Benito Juárez era un extraordinario lector no sólo en español, sino en francés, y estaba interesado en el establecimiento de una institución que elevara el espíritu de la nación; que simbolizara todo el saber generado en estas tierras y significara la aprehensión del proveniente de otras partes del orbe, sobre todo de Europa. En este perfil de ideas decretó, el 30 de noviembre de 1867, la creación definitiva de la Biblioteca Nacional de México, nombrando como su primer director oficial a José María Lafragua —ex ministro plenipotenciario en Europa— y a José María Benítez como su bibliotecario. 

Sala Mexicana: Actual Biblioteca Nacional de México


     Luego de expedida la ley, en enero de 1868 comenzaron los trabajos de adaptación del Templo de San Agustín, uno de los edificios más portentosos de la Nueva España, y tan ad hoc a sus nuevas tareas que los arquitectos Vicente Heredia y Eleuterio Méndez pusieron manos a la obra de inmediato. Durante los dieciséis años siguientes que tardaron las obras, la Biblioteca Nacional comenzó a organizar los libros de la mejor forma que encontró y a dar servicio público de manera regular, recibiendo por ley o donación ejemplares de obras. 
     Los relatos que sobre el traslado de los libros se hicieron, cuentan que las carretas en las cuales eran reubicados iban tirando, en el trayecto, algunos de ellos que se quedaban en el piso lodoso hasta ser levantados por los viandantes. Sea como fuere, si hay un símbolo más genuino del triunfo de la República, ése es precisamente el de la fundación de la Biblioteca Nacional que este año cumple sus primeros ciento cincuenta años al servicio de todos los mexicanos. 

Guadalupe Curiel Defossé

Es Doctora en Historia y, como tal, se ha desempeñado como profesora e investigadora en la UNAM. Entre sus intereses académicos, destaca el rescate, edición, estudio y difusión de fuentes primarias para la historia del norte novohispano. A lo largo de su trayectoria ha publicado libros y artículos relacionados con la tradición escritural del siglo XVIII mexicano y es fundadora de seminarios, como el de la primera edición completa del manuscrito en náhuatl Cantares mexicanos y el de Bibliografía mexicana del siglo XIX.

 
Miguel García Audelo

Es egresado de la licenciatura y maestría de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha dedicado sus trabajos al estudio de la historia de Nueva España durante el siglo XVIII, con énfasis en el septentrión novohispano al cual están dedicadas sus últimas publicaciones. Es colaborador asiduo de instituciones culturales y académicas de México, Estados Unidos y Europa.

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