Los viajeros verticales


Los viajeros verticales
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El futuro de la humanidad está en las ciudades. Para algunos, eso representa una esperanza y, para otros, es símbolo de un desastroso porvenir. 

Lo seguro es que, después de miles de años en que la humanidad pobló principalmente los entornos rurales, ahora se ha desplazado con vehemencia hacia lo sitios urbanos: algunos cálculos estiman que la población mundial llegará a 9,000 millones de personas hacia 2050, de los cuales 6,000 millones vivirán en una ciudad. 
     A las ciudades llegan los pobres que quieren dejar de serlo, de las ciudades sueñan huir quienes inútilmente tratan de abandonarlas. Algunas ciudades, bajo conjuros más o menos misteriosos, convocan la reunión de escritores, artistas, científicos: Viena, París, Roma, Londres, Nueva York, Barcelona, de manera alternada. Algunas ciudades alimentan la ficción, son parteras de historias; otras ciudades aprisionan a sus autores, y después gravitan alrededor de sus cadáveres: Praga y Kafka, Lisboa y Pessoa, Baltimore y Poe, Estocolmo y Andersen. Pero otras ciudades han sido lugares de escritura mucho más velados, casi en el olvido o la indiferencia: Guadalajara para Juan Rulfo, Trieste para James Joyce, Lagos de Moreno para Francisco González León, Turín para Cesare Pavese.
     Ciudades que hospedan y asilan, que rechazan. Escenarios para estar solos rodeados de personas, y viceversa, implacables, pero casi nunca tediosas, donde se inventan los oficios más inverosímiles. Nunca antes en la historia de la humanidad había ocurrido que la mitad de la población viviera en una ciudad, como ahora sucede. Existe cierto convencionalismo de que los entornos urbanos no son otra cosa que un nido de pobreza, falta de salud, congestionamiento, hacinamiento, contaminación. Dice Edward Glaeser que “la ciudad es la más importante creación humana: que fomenta la inventiva, el talento individual, la tolerancia, la prosperidad, la cooperación”. Él encabeza a un grupo de analistas que han cambiado de perspectiva en el último decenio, que conciben la ciudad más que como el origen de todos los problemas: la vía de acceso a las soluciones.
     Hay quienes intentan demostrar que en las grandes ciudades —más o menos bien organizadas— la gente utiliza menos los vehículos automotores y ocupa viviendas pequeñas, por lo que su huella de carbono es relativamente pequeña y el resultado deviene en un impacto menor al ambiente. Lo cierto es que en la conformación de las ciudades actuales han sido las máquinas las que han dirigido la imaginación de los urbanistas. No solamente aquellas gigantescas maquinarias que facilitan la edificación masiva de viviendas, fábricas, comercios, sino aquellas máquinas que han potenciado la capacidad de movimiento de la gente: de manera horizontal, con los automóviles, y de manera vertical, con los elevadores.

Elisha Graves Otis nació en la primera década del siglo XIX en Halifax, muy cerca de Vermont, en una familia inglesa que había emigrado a los Estados Unidos en busca de la anhelada buena fortuna. Desde muy joven se enroló en trabajos mecánicos y de manufactura muy diversos; se mudó incansablemente de ciudad. Ágil para llevar a la práctica lo que imaginaba, Otis decidió enfrentarse a un problema escurridizo, irresoluble: ¿cómo construir un elevador seguro? Parecía una pregunta ociosa, entre otras razones porque los elevadores de la época, lo mismo que sus más antiguos predecesores, cumplían perfectamente su función: transportar objetos pe-sados hasta cierta posición elevada, sin exigir un gran esfuerzo. Ya en las construcciones de grandes dimensiones se habían empleado intrincadas com-binaciones de poleas para elevar cargas, pero Otis se colocó en el lugar exacto en el momento preciso: justo cuando estaba por intensificarse el crecimiento de las grandes ciudades, cuando se volvió imprescindible crecerlas hacia arriba, él había sido enviado a Nueva York —la ciudad más vertical de entonces— después de que la compañía para la cual trabajaba notara esa extraña habilidad para pensar diferente. Hacia 1853, Otis ya había logrado ensamblar lo que sería la primera mejora de los elevadores conocidos hasta el momento, el primer elevador moderno, la puerta hacia el futuro inmediato. 
     El cambio más notable en el proyecto de Otis era la inclusión de un ingenioso mecanismo dentado para evitar que la cabina se desplomara en caso de que hubiera una falla en el elevador. La creatividad jugó a favor de Otis nuevamente, cuando decidió abandonar su empleo. Apenas al año siguiente de su invención, fundó su propia empresa, pionera en el diseño y la elaboración de sistemas seguros para viajar verticalmente, dotados de su original solución para frenar y detener el carro del elevador en caso de que la combinación de cables y poleas fallara. Tuvo un inicio lento, cuando el mundo aún era otro y los elevadores todavía no resultaban imprescindibles. 

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Otis aprovechó la vitrina que suponía la Exposición Mundial que se organizó en Nueva York (otra vez la sincronía para estar en el lugar correcto.) Pulió sus dotes dramáticas y realizó una demostración del funcionamiento de su elevador seguro: se trepó en una plataforma, la puso en movimiento y después pidió que cortaran los cables de los cuales pendía la plataforma. El elevador, con Otis a bordo, apenas cayó unos centímetros. En 1857 instaló en Nueva York el primer sistema de servicio de elevadores para los clientes de un gran almacén, poco después obtuvo varias patentes por sus invenciones. 
     Con el paso de los años los elevadores se multiplicaron, transformados, hasta convertirse en escenarios de asesinatos o de furtivos encuentros que atestiguamos en películas; son el paisaje nuestro de cada día al hacer un trámite, acudir al trabajo, visitar un centro comercial; conforman todo un género musical (la música de elevador, siempre aburrida o estéril). La existencia y la eficiencia de los elevadores —con su precisa unión entre mecánica, hidráulica y electrónica— hicieron posible el crecimiento hacia arriba de las ciudades y, por lo tanto, colaboraron en aumentar su capacidad para contener grupos de poblaciones cada vez más grandes. 
     Ahora entramos en los elevadores como cobijados por una extraña certidumbre de que efectivamente nos llevarán al lugar al que deseamos viajar, dominados por los elevadores, como bien supo entender Groucho Marx, en aquella respuesta a su hija Miriam, después de haberle confesado la existencia de cierto joven que la cortejaba: “Dices que conociste a John en un ascensor, y mi pregunta es: ¿subía o bajaba? Esto es muy importante porque, cuando bajamos en un ascensor, siempre tenemos una sensación de vacío en el estómago que a veces puede confundirse con amor. En cambio, si subía, se trata de un caso claro de flechazo a primera vista, y también demuestra que John es un joven en periodo de ascenso”.

  • Glaser, Edward. El triunfo de las ciudades. Madrid: Taurus, 2011. 
  • Sánchez Ron, José María. Descubrimientos. Innovación y tecnología. Siglos XX y XXI. Madrid: Lunwerg Editores, 2016.
  • Williams, Trevor I. Historia de la tecnología. Madrid: Siglo XXI Editores, 1987.
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