La contaminación del aire en las megaciudades proviene, principalmente, de la quema de combustibles fósiles.
La actividad humana —en urbes como Beijing, Nueva Delhi, São Paulo o la Ciudad de México— es responsable de la formación de ozono al nivel del suelo y de la emisión de partículas suspendidas, cuya composición puede ser muy variada y heterogénea, además de incluir una plétora de metales tóxicos.
En el interior de la nariz se encuentran las neuronas que inician el proceso fisiológico que nos permite oler. La señal olfatoria viaja de la nariz al cerebro, donde varias estructuras se encuentran involucradas; pero este sistema olfatorio está expuesto a ser parcialmente averiado por la exposición crónica a la contaminación del aire, lo que podría provocar una disminución en la capacidad del olfato.
En el fondo de nuestras fosas nasales se encuentra el epitelio membrana olfatorio, que alberga células encargadas de detectar las moléculas odorantes del aire y de enviar señales al cerebro, en un proceso que propicia la experiencia de oler.
El cerebro moldea las experiencias olfativas del individuo. Para tomar conciencia de la presencia de un olor, distinguir uno de otro, decir a qué huele o evitar la ingestión de comida descompuesta, tenemos que involucrar una variedad de estructuras cerebrales relacionadas con la memoria, las emociones, el hambre, el apego y el miedo.
FIGURA 1. Mecanismo que nos permite oler. En esta función participan el epitelio olfatorio (azul), el bulbo olfatorio (morado), que es la primera estación de procesamiento de la información olfatoria. Distintas áreas cerebrales son activadas (naranja), y la corteza orbitofrontal (verde) permite el procesamiento consciente de los olores. El nervio trigémino (amarillo) que innerva la cavidad nasal, nos ayuda a percatarnos de la presencia de amenazas ambientales. FIGURA 2. Método común para presentar odorantes en pruebas de olfato: botellas compresibles. FOTO: MATHIAS LASKA
Como resultado, se vio que los habitantes de la Ciudad de México, en general, requirieron concentraciones más altas de los odorantes usados en las pruebas, para detectar su presencia; sin embargo, fueron igualmente hábiles que personas no sobreexpuestas a contaminantes, en la identificación de olores, una habilidad que involucra, en mayor medida, procesos mentales.1
Por otro lado, se pensó que quizá podría estar afectada otra función del olfato; la que permite percatarnos de que un alimento se encuentra en estado de descomposición, y el resultado fue que las personas del grupo de alta exposición (habitantes de la Ciudad de México) requirieron concentraciones significativamente más altas de dimetil disulfuro (un subproducto de la descomposición de la leche) diluido en una preparación de leche en polvo, para detectarlo.
Lo que comúnmente se conoce como sentido del olfato está mediado por dos rutas neurales distintas, aunque interconectadas funcionalmente: el sistema olfatorio y el sistema trigeminal.2 Mientras que el primero permite el aprendizaje de olores relevantes para nuestra experiencia individual, el segundo evolucionó para desencadenar reflejos protectores ante la presencia de estímulos que representan un peligro para la supervivencia, tales como el humo.
Las investigaciones mostraron que la sensibilidad trigeminal también sufre los efectos de los contaminantes provenientes de la masiva quema de combustibles fósiles; las personas de la ciudad fueron menos eficientes para detectar el componente trigeminal en el olor del eucaliptol, una molécula que produce sensaciones de frescura.
FIGURA 3. La Red de Monitoreo Atmosférico en la Ciudad de México se inició en 1986, como respuesta al problema de la contaminación del aire. Los círculos representan los sitios de monitoreo (fuente: www.aire.df.gob.mx).
La disminución de la sensibilidad olfatoria sugiere que la contaminación del aire daña las células del interior de la nariz involucradas en el procesamiento inicial de la experiencia de oler.
La parte buena de esta noticia es que aquellas capacidades olfatorias que involucran la memoria y otras funciones cerebrales, parecen estar menos afectadas. Una prueba de esto es que, en varias comparaciones, no hubo diferencias significativas en el puntaje de identificación de olores entre las personas de una megaciudad, como la de México, y personas de una región cultural y geográficamente similar, pero con bajos niveles de emisiones atmosféricas, como la ciudad de Tlaxcala.
Lo anterior sugiere que, aun cuando la funcionalidad del epitelio olfatorio esté parcialmente averiada, las señales olfatorias se propagan exitosamente si la concentración del odorante en el aire se incrementa hasta un nuevo umbral de respuesta. Una vez que el odorante está suficientemente concentrado, parece que se acaba el problema: los capitalinos son tan buenos como cualquier otro ciudadano para asociar la sensación olfativa con ideas y palabras.
FIGURA 4. Vendedores ambulantes en la Ciudad de México: un grupo vulnerable (foto: www.skyscrapercity.com).
Recientemente, se observó que algunos sujetos expuestos a altas concentraciones de manganeso atmosférico, proveniente de una mina en el estado de Hidalgo (no trabajadores de la mina, simplemente personas vivían cerca de ella), tienen deficiencias para identificar (nombrar) olores, incluso con ayuda de una lista de opciones.
Realizan investigaciones sobre el olfato humano, en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de la UNAM.