Darwin se va de la escuela 


 Darwin se va de la escuela 
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¿Dónde y cómo nace una vocación científica? Charles Robert Darwin fue el sexto hijo de Susannah Wedgwood y del médico rural Robert Waring Darwin. 

Los Wedgwood formaban una familia de enorme reconocimiento social en la Inglaterra victoriana, debido a su impar talento para trabajar la cerámica; los Darwin también gozaban de gran reputación gracias al patriarca Erasmus, médico innovador, poeta, inventor y filósofo natural que, hacia 1794, publicó Zoonomia, donde daba cuenta de sus investigaciones relacionadas con la fecundación cruzada de las plantas y la domesticación de los animales; sugería que toda la vida en la Tierra —incluidos los humanos— había surgido de un solo “filamento” diminuto el cual desarrolló características complejas, poco a poco, durante millones de años. 
     Durante toda su vida, Erasmus Darwin mantuvo una sólida amistad con Josiah Wedgwood; ello provocó, sin duda, el matrimonio entre sus hijos Robert y Susannah, del cual nació, en 1809, el más afamado de todos los Darwin.
     Charles Darwin quedó huérfano de madre a los seis años de edad. Interesado mucho más en perseguir escarabajos que en lo que ocurría en la escuela, Darwin obtuvo calificaciones mediocres en su infancia y adolescencia, aunque terminó matriculándose en la Universidad de Edimburgo para no reñir con su padre: “Las únicas cosas que te interesan son pegar tiros, los perros y atrapar ratas;  vas a ser una desgracia para ti mismo y tu familia”, le había dicho antes. Pero el aburrimiento y el terror que le producían las labores quirúrgicas, en una época en que la anestesia no había sido inventada, lo alejaron de continuar con las clases. En vez de ello, Darwin se ocupó de cultivar su instinto de naturalista. Conoció a James Audubon y terminó enamorado de la taxidermia; visitaba el zoológico, recorría la costa husmeando entre las redes de los pescadores, caminaba por largos senderos siempre armado de una lupa. Al fin abandonó la escuela de medicina, pero su padre le impuso otra condena: lo obligó a formarse como sacerdote. Así Darwin mudó de costumbres y de paisaje y se matriculó en teología, en la Universidad de Cambridge. El ámbito religioso no lo sedujo demasiado; sin embargo, encontró ventajas: la profesión de clérigo rural le dejaría mucho tiempo libre para ejercer su auténtica pasión: la filosofía natural.

En el Christ’s College de Cambridge, Charles Darwin experimentó una mayor independencia. Rodeado de amigos con quienes sentía mayor afinidad, dedicó largas horas a jugar cartas y a beber buen vino, mientras ampliaba su colección de escarabajos y plantas. Pero el hecho más importante para Darwin en la universidad fue haber conocido al reverendo John Stevens Henslow, un profesor de botánica que lo llevó a conocer diferentes zonas en largas excursiones y lo instruyó en los métodos y el uso de herramientas básicas para cualquier naturalista. 
     Fue Henslow quien provocó el interés de Darwin por leer la Narrativa personal, de Alexander von Humboldt; aquel relato apasionado del alemán sobre el continente americano dejó una huella hondísima en el joven británico: Darwin habría de imitar a Humboldt, no solamente como expedicionario científico, sino también como escritor.
     Al terminar sus estudios, en 1831, Charles Darwin no sabía qué habría de hacer en el futuro inmediato, cuando recibió una carta de Henslow: se organizaba un viaje de exploración y el capitán del barco quería encontrar un "naturalista de buena familia que pudiera ser un compañero de viaje adecuado" y el viejo profesor Henslow —luego de haber rechazado él mismo sumarse al proyecto— estaba convencido de que el candidato ideal era Darwin. Lo que siguió fue una lucha en contra de, aproximadamente, todo: el capitán del navío en cuestión —el HMS Beagle—, Robert FitzRoy, miembro de la aristocracia británica; poseedor de las más altas calificaciones en la carrera naval, a pesar de su juventud; fabricante de cronómetros de gran precisión que le permitieron convertirse en pionero de la meteorología; y era, también, seguidor de la frenología. Es decir, confiaba en que era posible determinar los talentos y defectos, el carácter y la personalidad de un individuo a partir de observar sus rasgos físicos (específicamente, de la cabeza). Y resultó que, para FitzRoy, la forma de la nariz de Darwin era… simplemente intolerable.
     Además, el médico Robert Darwin consideraba una auténtica pérdida de tiempo el que su hijo derrochara dos años de su vida en un azaroso viaje.
     Quizá, por primera vez en su vida, Charles Darwin se esforzó al tope de sus capacidades en una misión: subirse a la ruta que habría de emprender el Beagle. Habló personalmente con el capitán FitzRoy (“mi nariz ha faltado a la verdad”) y se enfrentó a su padre con la complicidad de su tío Jos Wedgwood, hasta convencerlo de las bondades de participar en aquella expedición que buscaba tomar medidas precisas de longitud y llevar a cabo mediciones geofísicas, mayoritariamente en territorio sudamericano.
     Se habló de un par de años, pero la odisea duró cinco; el tiempo en alta mar sumó realmente poco más de año y medio; pero fue el tiempo en tierra firme lo que ofreció a Darwin un espectáculo extraordinario: una gran variedad de paisajes donde entró en contacto directo con especies de animales y plantas que le sirvieron para germinar sus teorías, mientas leía Principios de geología, de Charles Lyell. Cuando el Beagle regresó a Inglaterra, aquel olvidable muchacho se había transformado en un admirado naturalista.

¿Dónde y cómo nace una vocación científica? Algo estamos haciendo mal con el sistema de educación formal: desde hace muchos años hemos fallado en el intento por incrementar el número de alumnos matriculados en carreras científicas. Es necesario, entonces, aumentar y mejorar las iniciativas de divulgación científica. Basta recordar el ejemplo de Charles Darwin para no olvidar que un viaje, la estimulante conversación con algún amigo o un familiar, un libro entrañable, una visita a un museo, la lectura de una revista o un artículo en un diario o cierto programa de televisión, pueden despertar nuestro interés por la ciencia, abrir las puertas de la curiosidad y la imaginación científicas.  

  • Berra, Tim. Darwin (2009). La historia de un hombre extraordinario, trad. de Antón Corriente Basús. Barcelona, Tusquets.
  • Darwin, Charles (2014). Las cartas del Beagle. México, Fondo de Cultura Económica.
  • Sarukhán, José (2009). Las musas de Darwin. México, Fondo de Cultura Económica.
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