Miguel de Cervantes y Saavedra vivió entre 1547 y 1616, lo cual significa que fue coetáneo del escocés John Napier (1550-1617), inventor de los logaritmos y autor de Mirifici logarithmorum canonis descriptio; de Galileo Galilei (1564-1642), de fama inmortal; de Johannes Kepler (1571-1630), y del descubridor de la circulación de la sangre, William Harvey. Ello también significa que Cervantes pudo haber leído —pero, sin duda, no lo hizo”, asegura Sánchez Ron— Astronomiæ instauratæ mecánica de Brahe, Nova Astronomia de Kepler o, incluso, Siderius nuncius, de Galileo.
Y es que el autor de El Quijote vivió en plena Revolución científica, por eso, a lo largo de su obra clásica aparecen, con singular frecuencia, nociones científicas de la época, rudimentos tecnológicos. Además, el padre de Cervantes, Rodrigo, era barbero (es decir, practicaba sangrías y llevaba a cabo acciones médicas que implicaban cortes o amputaciones) y, por lo tanto, mantenía cierta relación con la esfera médica; aunque formaba parte de una escala profesional y social inferiores. “Cervantes se educó con la experiencia directa, viviendo”, apunta Sánchez Ron, “Si Cervantes habla en sus libros de algún aspecto o apartado científico o tecnológico, es porque éste se encontraba introducido en la sociedad, porque era común”.
El juicio más certero sobre los vínculos del personaje más famoso de la literatura en lengua española con la ciencia lo debemos a uno de los investigadores convocados por Sánchez Ron, el catedrático de historia de la ciencia Víctor Navarro Brotons: “Podría argüirse que, en realidad, el verdadero nexo de El Quijote con la ciencia no son las citas científicas que contiene, sino el propio alegato que representa la obra en contra de la superchería irracional acartonada que representaba el género de las novelas de caballería del XIV”; “Cervantes es a la novela de caballerías lo que Galileo a la filosofía natural: con la creación de la primera novela moderna, en la que existen verdaderos personajes creíbles que evolucionan en un marco complejo y representativo de la realidad sensorial, Cervantes ejecuta la primera modelización literaria digna de tal nombre”.

En alguna ocasión, el científico y filósofo francés Jean-Marc Lévy-Leblond lanzó una pregunta muy oportuna: ¿qué puede hacer la literatura por la ciencia?, y él mismo aventuró una hipótesis: “en primer lugar, pidamos a la literatura que nos presente a la ciencia y a quienes la hacen, ya que la torre de marfil es pobre en espejos, y los científicos casi no conocen su imagen”.
Y continuó: “La rígida codi-?cación formal, que hoy es un requisito indispensable en las publicaciones profesionales de investigadores, va acompañada —esto puede demostrarse— de un empobrecimiento del pensamiento y un debilitamiento del intercambio”.


Esta historia quizá comenzó cuando Luis Avial, un especialista en radares de geolocalización, volvió a caer en cuenta de que no existía una prueba contundente acerca de la ubicación de los restos humanos de Miguel de Cervantes y Saavedra, el inventor de la novela moderna, quien sentó las bases para el desarrollo y expansión de la lengua española. “Mandóse enterrar en las monjas Trinitarias” sentencia su acta de defunción. Avial se dedicó a formar un pequeño equipo de investigadores; tocó la puerta de autoridades de la Comunidad de Madrid, amenazó con ponerse en huelga de hambre si no lo apoyaban; discutió con las monjas enclaustradas en el Convento de las Trinitarias… Y, finalmente, consiguió la complicidad del reputado antropólogo Francisco Etxeberria, para formar un complejo equipo de 36 científicos que iniciaron sus labores en la primavera de 2014, primero con simulaciones computarizadas tridimensionales, medidores de termografía infrarroja, microcámaras, investigaciones documentales, cálculos matemáticos; dispositivos de altísima definición que han analizado una malla de aproximadamente diez millones de puntos de información radiográfica por cada metro cuadrado; luego con exploraciones subterráneas en un reducido espacio.
Después de diez meses de investigación, la recompensa: el hallazgo de un ataúd con las siglas “M. C.” formadas con tachuelas de metal, huesos, muchos fragmentos en condiciones difíciles de manipular, luego de casi 400 años de haber sido enterrados. Pero no todo está resuelto: en las excavaciones de la iglesia de la Trinitaria se encontraron restos de, al menos, otras 30 personas. ¿Cómo diferenciar los restos de Cervantes? Ahora se busca obtener de los restos de la madre de Miguel de Cervantes una muestra para comparar el ADN mitocondrial que permita establecer el linaje directo y asegurar que, finalmente, se disipa el misterio que rodea la última morada del autor de El Quijote.
La ciencia, lo mismo que la literatura, parece ser la manifestación de una búsqueda más que la de un hallazgo, como lo sabía Federico García Lorca.
¿Pero quién une olas
con suspiros
y estrellas
con grillos?
- Cervantes, Miguel de. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Madrid: Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004.
- Lévy-Leblond, Jean-Marc. La piedra de toque. La ciencia a prueba, traducción de Tatiana Sulé Fernández. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.
- Sánchez Ron, José Manuel (coord.). La ciencia y el Quijote. Madrid: Editorial Crítica, 2005.
El lector científico