Si el odio irracional al extranjero es una construcción francamente salvaje en su origen, ciertamente, como figura es una representación muy fuerte que se fue desarrollando a lo largo de diferentes civilizaciones, pero, en su expresión conocida, es propiamente una figura de la edad moderna. Así, en todo grupo humano, el otro desata incógnitas, pero también y, sobre todo, miedo; un temor sin fundamento, porque se basa en ideas y generalizaciones que quizá no tienen relación con lo que un grupo, comunidad o sociedad realmente es. No obstante, este miedo se acompaña del supuesto de que el extranjero “es potencialmente peligroso”. Es un temor a lo desconocido, a costumbres, prácticas o rituales susceptibles de contener formas sin referente para quien las desconoce, lo cual llegaría a provocar simple curiosidad en unos, pero en otros —sobre todo desde la ignorancia más pueril— quizá lograra marcar distancias capaces de generar diferencias capitales entre los grupos.
Tenemos muchos ejemplos gestados a lo largo de los siglos, pero vale la pena mencionar uno que tiene consecuencias hasta el presente, como fue la relación de competencia política y comercial entre ingleses y españoles por varios siglos (XV al XVIII). Esta lucha por el dominio y los recursos de las colonias en América fue justificada ideológicamente por lo que se llamó “la leyenda negra”. Se trató de la construcción entre los ingleses de lo que sería el imaginario social sobre los españoles, reproduciendo ideas que generalizaban prácticas y las calificaban como indeseables; por ejemplo, se consideraba que los españoles reproducían una cultura mediocre porque su religiosidad se basaba en divinidades mágicas y prácticas incongruentes, como la exaltación de la pobreza y, al mismo tiempo, del dispendio y la ociosidad —algo fuertemente condenado por el protestantismo por esa época—. Estas características de la cultura religiosa de los españoles fueron calificadas como contrarias a los valores de los ingleses protestantes de esos siglos, con lo que se generalizaba todo lo negativo de una y otra cultura y, por tanto, se justificaba que los pueblos (las personas ordinarias, no necesariamente la élite) se volvieran enemigos en defensa de sus propios valores.1, 2 El ejemplo sirve para destacar cómo a partir de esas ideas generales repetidas de muchas maneras se buscó reducir una cultura para justificar, en parte, la batalla por el liderazgo marítimo y comercial y animar a los ejércitos marítimos a mantener un combate frontal, a partir del cual los ingleses acabaron construyendo una idea sobre los españoles al calificarlos como un grupo cultural cargado de atributos negativos. Estos imaginarios que se cimentaron a partir de generalizaciones trascendieron, obviamente con matices, a la que, posteriormente, sería la relación de los estadounidenses (herederos culturales de los ingleses) con los mexicanos (considerados herederos culturales de los españoles) a partir del siglo XIX.
Así, los imaginarios de uno y otro grupo nacional se alimentaron de ideas ancestrales construidas con base en prejuicios, lugares comunes e ideas que después fueron cargadas sobre sus descendientes —los mexicanos—. Desmontar estos escrúpulos no es tan sencillo, porque, en la inmensa mayoría de los casos, parten de pugnas, desencuentros y luchas de poder entre grupos anteriores a la propia formación de las naciones contemporáneas.

En contraparte al prejuicio, también se construyen ideas que pueden ser generosas y benévolas en lo que se considera sobre el otro; por ejemplo, las ideas utilizadas para generalizar supuestos como laboriosidad, empeño, constancia, austeridad y perfeccionamiento como valores —atribuidos a grupos como los sajones (ingleses y alemanes)— los cuales, más allá de lo que los individuos realizan en forma personal, son atribuidos a su grupo como colectivo, lo que tal vez llegara a beneficiar a todos sus miembros, más allá de sus atributos personales.
Este hecho no es una cuestión inocente; conviene tener en cuenta que en esta construcción de la idea del otro —a partir de supuestos y prejuicios— siempre subyace una relación de poder que se establece entre los grupos. Así, por ejemplo, el considerar a un grupo laborioso, en tanto que del otro se destaca mediocridad en su estilo de trabajo, es una forma de control político para disminuir a unos respecto de otros, lo cual es útil para imponer modelos a seguir y hacer de ciertas prácticas ejemplos reprobables. Algo que ilustra esto es la interpretación que se da a fiestas, carnavales y celebraciones colectivas que cada cultura tiene, eventos susceptibles de ser calificados —y descalificados— como improductivos, desde una lógica meramente económica, pero que, en realidad, son momentos colectivos de unidad y reproducción, así como de recreación de la identidad del grupo.
Esto hace más complejo el concepto de xenofobia, porque no sólo parte de la ignorancia irracional o del miedo a lo desconocido expresados por un miembro de una cultura distinta a la aludida, sino porque también y, sobre todo, tal construcción refuerza estereotipos construidos a lo largo de siglos para ejercer control y doblegar simbólicamente a unos, mientras se exalta a los dominantes.
Así, los valores que se vuelven desconocidos y, por tanto, potenciales fuentes de temor y/o repudio, son, sobre todo, los que coinciden con lo antagónico a los valores de la sociedad occidental. Un ejemplo interesante se percibe a través de la forma como evaluamos las costumbres, prácticas y expresiones de culturas europeas claramente diferentes entre sí, pero con una base similar en términos generales, las cuales provocan, de manera simbólica, mucho menos rechazo que las culturas diametralmente opuestas, como las africanas, asiáticas, o las culturas de grupos originarios antítesis del modelo impuesto por el sistema occidental; lo cual no es gratuito, porque la xenofobia se sigue alimentando de prejuicios útiles para privilegiar a unos respecto de otros.