Ciencia, matemática
y misterio


Ciencia, matemática
y misterio
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Uno de los escritores más entrañables para los científicos es el argentino Jorge Luis Borges.Y es que Borges, durante toda su vida, supo mantener activa su manifiesta curiosidad por la matemática, así como una rara afición por cierto personaje literario: un detective tan asombroso como inquietante, resultado de una combinación ideal entre una mente altamente adiestrada en el campo de la lógica —con una minuciosa capacidad de observación— y una dosis de singular carisma. 

Una síntesis, al menos para sus incontables lectores, sobre las cualidades ideales de un científico: astucia infalible para asociar ideas aparentemente inconexas, poseedor de un increíblemente abundante arsenal de datos de referencia y de una habilidad matemática extraordinaria para el pensamiento racional y la deducción. 
     Por ello, Borges afirmaba que: “Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan”.

En la ciudad escocesa de Edimburgo, nació Arthur Conan Doyle, el 22 de mayo de 1859, mismo año en que Charles Darwin publicó El origen de las especies. Aficionado, casi enfermizamente, a la literatura, sobre todo a las fantásticas historias de Julio Verne, Doyle no encontró estrategia alguna para escapar de la presión familiar y, sin gran emoción, se formó como médico en la Universidad de Edimburgo. En cuanto pudo, huyó a la pequeña población de Southsea, en Portsmouth, Inglaterra, para ganarse la vida —sin mucho convencimiento— en su propio consultorio…, pero ningún cliente llegaba a su puerta. 
     Ocioso y preocupado por la carencia de dinero, aburrido a causa de tantas horas vacías, se animó a regresar a su primera pasión: la literatura. Lector constante de las novelas de misterio de Edgar Allan Poe, como Los crímenes de la calle Morgue o La carta robada, el doctor Doyle imaginó a “un detective con conocimientos científicos que le permitieran actuar con mayor conocimiento de causa que el que tenían todos los detectives de la época”.
     En su memoria se dibujaba la silueta de Joseph Bell, uno de los pocos maestros que llegó a estimar, aquel que aconsejaba a sus alumnos estar muy atentos a los detalles. Para Doyle, su viejo profesor era como “un detective de la medicina, un hombre que observaba a sus pacientes, estudiaba todas y cada una de sus características, buscaba pistas médicas y las seguía hasta descubrir lo que causaba ese mal”. 
     Así nació Sherlock Holmes —protagonista de cuatro novelas y 56 relatos—, uno de los personajes literarios más significativos y uno de los modelos más populares del razonamiento científico basado en la observación, la curiosidad y la matemática. Ya lo dijo el matemático argentino Pablo Amster: “En el relato policial se produce un fenómeno curioso: el protagonista piensa para atrás, tiene un efecto y debe buscar sus causas. Un proceso que va en sentido contrario a la lógica, lo que se denomina aducción. Veo entrar a alguien todo mojado y, por aducción, deduzco que afuera llueve. Es lo que hace Sherlock Holmes a lo largo de todo el relato: pensar hacia atrás. Luego, en el capítulo final nos sorprende a todos, recomponiendo la historia. Deduciendo. Todo eso es matemática”.

Doyle hizo que su personaje naciera el 6 de enero de 1854 (aunque Estudio en escarlata, la primera novela que narra las aventuras de su detective, fue publicada en 1887), cuando ya un estadounidense de nombre Samuel Colt había inventado el revólver; otro compatriota suyo, el telégrafo y el “código Morse”;  otro más, llamado Isaac Singer, había diseñado una máquina de coser auténticamente funcional; el escocés Kirkpatrick Macmillan había fabricado la primera bicicleta con pedales, y los ingeniosos franceses Nicéphore Niépce y Louis Daguerre habían logrado congelar un instante de la realidad a través de la fotografía. 
     Durante la hipotética vida de Sherlock Holmes (murió en 1911), se descubrieron el proceso llamado pasteurización y la dinamita; se fabricaron los primeros plásticos, el fonógrafo, la lámpara eléctrica, los motores de combustión interna, el neumático, el cinematógrafo, el zepelín, las bolsitas desechables de té… Pero el hecho científico más relevante de aquella época, para los intereses del invencible Sherlock Holmes, está vinculado a un hombre nacido en Croacia, quien a los 24 años de edad había llegado a Argentina sin el menor asomo de lo que allá encontraría; con tan buena fortuna que la policía de La Plata lo contrató gracias a que sabía leer y escribir.  De manera que el inmigrante Iván Vu?eti? se transformó en el comisario Juan Vucetich hacia 1891 —mientras Sherlock Holmes se enfrentaba, con consecuencias letales, a su archienemigo el profesor matemático James Moriarty, en El problema final—, cuando le encomendaron organizar un servicio de identificación de personas basado en dos premisas principales de reciente descubrimiento en esa época: que las dimensiones y relieves de ciertos huesos del cuerpo humano permanecen inmutables durante la edad adulta y que las características específicas de estos huesos eran muy diversas en cada persona, lo que hacía muy poco probable que hubiera coincidencias entre personas distintas.
     Pero Vucetich —sin mucha idea de hacia dónde le conducirá su intuición— se concentró en el análisis de las impresiones digitales, usando como referencia las ideas del geógrafo y explorador inglés Francis Galton y del anatomista y botánico checo Jan Purkinje, pero estableció su propio sistema original para identificar a las personas por medio de sus huellas dactilares. Más aún: inventó herramientas para captar con el mayor grado de precisión los dibujos dactilares de los dedos de ambas manos, así como métodos para reconocer la información y sistematizarla; Icnofalangometría llamó a su invención en un libro publicado bajo el título de Dactiloscopia comparada, en 1904. 
     Ya para ese entonces había probado la eficacia de su método: más de una veintena de sospechosos, cuyas huellas digitales habían sido previamente registradas, fueron condenados como culpables en varios delitos, demostrando que en esas marcas —aparentemente extrañas, irrepetibles, únicas, casi inimitables— de las yemas de los dedos se encuentra la inmutable, durable y definitiva identidad de las personas; la clave para resolver misterios. 
     “No es la ciencia la que ha requerido que la identificación tenga un único medio y logre una sola eficacia, sino la naturaleza”, parece que dijo Juan Vucetich, en un momento de comprensión que, sin duda, el mismísimo Sherlock Holmes le habría envidiado.

  • Amster, Pablo (2005). La matemática como una de las bellas artes. Argentina, Siglo XXI.
  • Doyle, Arthur Conan (2015). Aventuras de Sherlock Holmes. México, Porrúa. 
  • Milanta, Atilio (1993). Vucetich. Argentina, Dei Genitrix. Argentina.
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