Cuando el sonorense Álvaro Obregón tomó las riendas del país, en 1920 —diez años después de que iniciara la Revolución— puso en marcha todo un plan político de reconstrucción, el cual no sólo consistía en garantizar la paz a los mexicanos, quienes después de una década de haberse enfrascado en una guerra civil, requerían cimentar cohesión e identidad en una nación que parecía no tener rumbo alguno.
Este último punto era el más complicado. ¿Cómo podría Obregón conseguir que tanto el campesino labrador de la tierra de sol a sol y el profesionista citadino compartieran el mismo amor y compromiso por el país o, mejor dicho, un mismo proyecto de nación? Para ello, el sonorense pidió el auxilio de uno de los principales líderes intelectuales de la Revolución Mexicana...
José Vasconcelos nació en Oaxaca, desde muy chico mostró un particular interés por la lectura y la cultura en general. Su principal inclinación se volcó en la filosofía, que lo llevó a participar en el Ateneo de la Juventud, grupo de ilustres intelectuales y artistas que realizaban tertulias filosóficas y del cual surgieron grandes exponentes. De este modo, Obregón vio en su persona al indicado para realizar la labor educadora y forjadora de la identidad que el emergente país posrevolucionario requería.
Como parte de toda una estrategia, Vasconcelos dirigió un complejo proyecto educativo en el que no sólo se buscaba alfabetizar a los mexicanos, sino formar una identidad nacional en cada uno de ellos. Misiones educativas, construcción de bibliotecas, reimpresión de los clásicos de la literatura universal (principalmente griegos), promoción de la técnica, las ciencias exactas y el arte fueron algunos de los esfuerzos y características de la labor educadora de Vasconcelos. Especialmente, el arte formó parte de la artillería pesada empleada para cumplir con este cometido.
A su vez, y ya inmerso en el mundo de las artes, Gerardo Murillo, conocido como el Doctor Atl, fue un gran promotor del arte “anti académico”, al abrir un lugar especial dedicado al modernismo.1 El también pintor organizó una exposición de artistas mexicanos en la Academia de San Carlos, en 1910, cuyo principal objetivo era “responder a una propuesta nacionalista a la exposición de pintura española patrocinada por Porfirio Díaz para conmemorar la lucha de México por su independencia”.1
Una vez terminada la Revolución —o por lo menos apaciguada— el muralismo tomó el papel de divulgador de la historia de México, pues este movimiento rompe completamente con los estándares del arte en ese tiempo. Alejado del elitismo, se enarbola como un arte público, ya que, al hacerse presente en edificios a la vista de todos, cualquiera puede contemplar la obra sin necesidad de acudir a alguna institución o museo. Así, mediante esta nueva estrategia se registran diversos hechos históricos, pero con la intención de crear una identidad nacional.2
Surgió así un arte dinámico, con un contenido que, a pesar de servir al Estado “oficial”, plasmó críticas al entorno social; especialmente, la que vivían los campesinos, pero también idealizó, a través de sus colores, un esquema de sociedad más justo; además, se da un especial énfasis a en el indigenismo, llegando al punto de menospreciar lo español.