La ciencia en breve


La ciencia en breve
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William Shakespeare, quien parecía valorar significativamente el poder de las frases cortas, precisas —lo mismo que Miguel de Cervantes: “Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo” o Alejandro Dumas: “Todo cabe en lo breve”—, sugería que “la brevedad es el alma del ingenio”. 

Entre los científicos actuales la tendencia aparenta ser contraria: los reportes de investigación son, abusiva, artificialmente extensos y por lo tanto poco ingeniosos, como si la medida de su valor estuviera cifrada en la cantidad de palabras empleadas. Aunque siempre han existido excepciones, claro: al matemático Blaise Pascal se adjudica haber iniciado cierta correspondencia epistolar con un célebre lamento: “He escrito esta carta más larga porque no tengo tiempo para hacer una más corta”; ahí está también el denominado Principio de Occam: “En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta”. 

Fue Georg Christoph Lichtenberg un personaje impar: el último de los diecisiete hijos de un influyente pastor de la iglesia protestante, matemático frustrado, científico holgazán, satírico polemista, errático autor de obras literarias que abandonaba apenas unos párrafos después de haber intentado iniciarlas, y versado aforista.
     Aunque lo último haya ocurrido en contra de su voluntad; porque este alemán de pronunciada joroba no era consciente de estar pariendo aforismos al escribir cosas como: “Nada puede contribuir tanto a la tranquilidad del alma como no tener opinión alguna”, “el primer americano descubierto por Colón hizo un descubrimiento atroz” o “he notado claramente que tengo una opinión acostado y otra, parado...” simplemente iba recolectando apuntes en las muchas libretas que llevaba consigo. Luego, el azar y la causalidad lo habrían de convertir en un clásico de la literatura aforística, esa “instantánea del pensamiento” de la que habla Juan Villoro.
     Lichtenberg nació en 1742, en el pequeño estado independiente de Ober-Ramstadt, parte de aquella extraña amalgama que se reconocería como Alemania. Así como habría de sobrevivir al olvido del tiempo, también fue un superviviente de su familia y de su casa: nació al último de una extensísima familia, murieron ocho hijos al apenas haber nacido, y otros cuatro fallecieron durante sus primeros años. Debido a una lesión en la columna, Lichtenberg mantuvo siempre una salud amenazada (por enfermedades reales y también por su imbatible hipocondría), una estatura cortísima y una joroba pronunciada.
     Encandilado por los “juguetes de laboratorio” que su padre le conseguía, se matriculó en cursos básicos de astronomía, física y matemática, en los cuales demostró una pasión que se transformó en angustia para su madre: el patriarca había muerto y, en aquellos días, ya dos miembros de la familia estaban inscritos en la universidad. Hubo que esperar dos años más hasta que la madre de Lichtenberg tuvo el dinero suficiente para enviar lejos al menor de sus hijos, hasta la Universidad de Gotinga; estudiante becado, omnívoro, infatigable, se ocupó de todas las ciencias con igual interés: comenzó realizando una investigación sobre los puntos de contacto entre las matemáticas y la poesía y terminó inventando máquinas eléctricas y pararrayos. Aprendió francés e inglés, y viajó, viajó, viajó... Volvió a Gotinga hecho una celebridad, seguro, imbatible. Profesor de física, matemáticas y filosofía, se hizo cargo de un laboratorio de física que gozó de gran fama internacional. Hasta allá llegaron Alesandro Volta, Antonio Scarpa, Alexander von Humboldt. 
     Además, Lichtenberg realizó traducciones originales de Shakespeare y difundió con férrea voluntad su obra en Alemania. Escribió una cantidad respetable de textos sugerentes sobre una gran variedad de temas: desde la moda hasta el arte de su época, con una enorme dosis de divulgación científica. Su propio casero se convirtió en su editor y fue él quien lo invitó a dirigir el Almanaque de Bolsillo de Gotinga, donde liberó su talento sabio y satírico.
     Deseaba que los lectores recibieran información científica “como si se tratara de bagatelas” y así escribió: Historia natural de las moscas domésticas o Discurso del número 8, por ejemplo. Además, Lichtenberg llevó consigo siempre unos cuadernos de apuntes —breves e ingeniosos—, auténticas misceláneas de su pensamiento, que su casero-editor encontró en el domicilio de Lichtenberg a su muerte y de los cuales proviene la fama del jorobado profesor de física. 
     Aquellos aforismos han sido leídos y releídos, comentados, festejados y envidiados por una lista de escritores de primer orden: su compatriota Goethe, los filósofos Immanuel Kant, Søren Kierkegaard, Ludwig Wittgenstein y Friedrich Nietzsche, los influyentes Lev Tolstói, Thomas Mann, Sigmund Freud, André Breton o Elías Canetti, entre los ya muertos, Juan Villoro y Enrique Vila-Matas, entre los aún vivos, adictos a esa agridulce mezcla de ironía y precisión, de sapiencia y humor: Daría parte de mi vida con tal de saber cuál es la temperatura promedio en el paraíso, por ejemplo. 
     “Con Lichtenberg”, ha declarado Vila-Matas, “muchos aprenden a pensar, a reír por ellos mismos”.

Otro cultivador de la brevedad es Jorge Wagensberg, nacido en Barcelona, en 1948, de inmigrantes polacos que huían de la persecución estalinista. Se formó como doctor en física en la Universidad de Barcelona. Abogado manifiesto del aforismo como vehículo para el pensamiento, está convencido de que “la ciencia es una forma de conocer la realidad; la literatura también. La ciencia es conocimiento de todo lo objetivo, inteligible y dialéctico que sea posible. La literatura no tiene por qué. Un particular poema, novela, cuento, ensayo o aforismo puede ser más o menos científico, pero los aforismos son, en su conjunto, el género literario más científico”.
     Allí están sus propias evidencias: publica en el diario español El País una popular sección dedicada a construir una original visión del mundo a través de aforismos. O sus libros: Más árboles que ramas, compuesto por un conjunto de 1,116 aforismos para navegar por la realidad, acompañados de una propuesta para sustentar sus ideas en torno a la observación y la comprensión de la mismísima realidad: la convivencia, las costumbres y las tradiciones; el gozo intelectual; lo trivial; el universo completo desfila ante los ojos encantados del lector que transita, que habita las páginas de elocuencia y exactitud, que invitan a cerrar el libro un poco, para sorber lentamente la conversación, y luego seguir navegando, persuadidos con Wagensberg de que es necesario desconfiar “de un ensayo en el que ninguna frase merece el rango de aforismo”. 

  • Lichtenberg, Georg Christoph. Aforismos. Fondo de Cultura Económica: México, 2004. Selección, traducción, prólogo y notas de Juan Villoro. Traducción de Teresa Barba y Andrés Barba.
  • Wagensberg, Jorge. A más cómo menos por qué. 747 reflexiones con la intención de comprender lo fundamental, lo natural y lo cultural. Booket: Barcelona, 1995. 
  • __________, Jorge. Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? Y otros quinientos pensamientos sobre la incertidumbre. Tusquets Editores: Barcelona, 2002. 
  • __________, Jorge. Más árboles que ramas. 1116 aforismos para navegar por la realidad. Tusquets Editores: Barcelona, 2012. 
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